miércoles, 22 de junio de 2016

LA DISCONTINUIDAD DE LA VIDA

“Experimentamos la vida como un continuo y sólo una vez que declina, una vez que se vuelve pasado, vemos las discontinuidades. El pasado, si existe, es sobre todo espacio vacío, grandes extensiones de nada en las cuales flotan personas y acontecimientos significativos. Así era Nigeria para mí: algo mayormente olvidado salvo por algunas cosas que recordaba con una intensidad desmedida. Cosas que se habían solidificado en mi mente a fuerza de  reiteración: ciertas caras, ciertas conversaciones que, tomadas en conjunto, representaban una versión segura del pasado que yo venía construyendo desde 1992. Pero había otro sentimiento de las cosas pasadas, una irrupción. El reencuentro repentino en el presente con algo o alguien largo tiempo olvidados, una parte de mí que había relegado a la infancia y a África”.

Esto que dice Julius antes de encontrase con una antigua amiga de su infancia nigeriana, Moji Kasali, me lleva a pensar si ya habéis digerido, y cómo, la anécdota del niño que ataba las cosas de su casa para que no se fueran, ya que había perdido a su madre. Y si no la queréis digerir, por qué. Y si se os ha atragantado, también, por qué. Julius también sufre con sus pérdidas: su novia Nadège, el profesor Saito, su abuela... Y la palabra dolor aparece con frecuencia en lo que dice mientras pasea. Parece fácil restañar ese sufrimiento, pero no lo es. Sobre todo si somos adultos educados bajo los auspicios de una concepción del tiempo lineal y teleológico: el hoy es antes del ayer y previo al mañana, y todo eso esta unido por un hilo invisible de finalidad hacia algún sitio de plenitud. El paseo le confirma a Julius la ruptura irreversible de esa visión, sustanciada en su caso por la profesión de psiquiatra, mediante la cual los males de sus pacientes son perfectamente localizables y, por tanto, de una u otra manera solucionables. Fijaros lo que le preocupa de su profesión cuando vuelve de Bruselas: que ha vulnerado un pacto no escrito, disfrutando las cuatro semanas enteras de sus vacaciones. Solo eso significa ahora para él ser psiquiatra. Rota esa continuidad, fuera ya de la protección de la cuatros paredes del hospital Julius se ha convertido en un hombre, digamos, sin atributos. Y su conducta no es muy diferente a la del niño para imaginar su pasado. Es decir, para recordar su futuro.

A nadie se le ocurre hablar así, digamos, en una reunión social, por miedo a que lo califiquen cuanto menos de extraviado. Pero ninguno de los presentes en esa supuesta reunión podrá asegurar que presenció la creación divina, ni tampoco la evolución de las especies. Dos productos de la imaginación humana que justifican y defienden, cada una a su manera, la continuidad de los hechos de la vida y su finalidad. La religiosa y la científica. Creación ex nihilo. Observación detallada etapa por etapa y contrastación rigurosa de datos. Mirada de dios. Mirada del hombre. El primero un ser perfecto dueño de una obra imperfecta. El segundo un ser imperfecto iluso aspirante a una obra perfecta. ¿Existe una fe duradera y una razón suficiente que nos hagan ser capaces de confiar en ellos?

Me imagino a Julius razonando así a mi lado, mientras paseamos juntos pensando en nuestras pérdidas irreparables. Tanto la visión religiosa como la científica, al fin y al cabo, solo persiguen la felicidad para el ser humano. Una en el cielo, la otra en la tierra. Esa indudable estafa es la que mejor responde a la pregunta anterior. Solo nos quedan, por tanto, los restos del naufragio. Y la mirada fragmentada del paseante sobre esos pecios, con todo el pasado por detrás. Y la habilidad costurera del niño, con todo el futuro por delante. Deambulando, enredándose uno en el otro, dentro de la sopa de signos e incertidumbres del presente, en la Ciudad abierta.

Julius lo dice de esta forma tan hermosamente precisa en su ambigüedad: “Ahora de pie en una pequeña farmacia - me refiero a la escena en que trata de sacar dinero de una cajero automático para pagar a Parrish, el contable de sus impuestos, y reconoce que se le ha olvidado el número del código de su tarjeta - situada en la esquina de Water Street y Wall Street, con la mente en blanco, era presa de un trastorno nervioso, ésta fue la expresión que se me ocurrió, como si me hubiera convertido en un personaje menor de Jane Austen. El súbito desfallecimiento mental, pensé (mientras la máquina preguntaba si quería probar de nuevo, y yo lo hacía y fracasaba una vez más), provenía de una versión simplificada del yo, una zona de simplicidad allí donde antes las cosas habían sido mas robustas. Sin traicionar la verdad, lo mismo podía aplicarse a una pierna rota: de pronto disminuido, uno caminaba sin entender del todo en qué consistía caminar”.