Habitan
en la misma ciudad, dentro de un radio de acción de dos kilómetros. Esta es la crónica
apresurada de la existencia de sus almas, antes de que cada una se enfrente a
las fuerzas ocultas de su destino.
Tienen
cuarenta, veinte y sesenta años. Y por este mismo orden se dedican a la imagen,
la música y a las palabras. Los mismos elementos que imaginan el mundo. Y,
también, los dos mitos que lo abarcan todo: el involutivo (venimos de los
dioses y vamos a peor), el evolutivo (venimos del mono y vamos a mejor). ¿Cómo no tenerlos en cuenta a la vista de estos tres personajes singulares?
¿Cómo seguir
creyendo en el conocimiento objetivo de la realidad, si a medida que lo
intentamos solo somos capaces de imaginarla. De nuevo el salvaje western nos proporciona un
campo de acción inmejorable para trajinar y distorsionar todo eso.
El cineasta
feo, experimentador con imágenes, ajeno a que son ellas las que acaban
experimentando con él. En
el límite de su experiencia experimentadora sabe que no le queda mucho tiempo
por experimentar hacia adelante. Que la línea de su oeste se cierra sobre sí
misma, que el tiempo será pronto otro y que ya no será el suyo. Ni cree en los
dioses, ni en los monos. ¿Cómo podrá entender que solo puede aspirar a
sobrevivir como un hombre sin atributos? Ha dejado de creer en la libertad de
las praderas, y en la espiritualidad del indio.
Empieza a creer, tocándose el bolsillo, en la seguridad de las cercas y
en quien pueda quedar dentro de ellas. Empieza a estar cansado, y sueña con un
rancho y su ganado, y su huerto y su río. Y su mujer y sus hijos.
El filósofo malo
será la verdadera víctima propiciatoria de la conquista del oeste. No tanto
por causa de sus palabras como por pensar que ellas pueden controlar los
vendavales de las praderas, que serán los que, al final, lo empujen a la pira
del sacrificio, a la que acudirá despreocupado como un carnero. Señor y juez de
la horca nunca creyó en los dioses, él es el dios supremo, y nunca le templó el
pulso al tener que condenar a los hombres que no creían en el campo de acción
de sus palabras. ¿Cómo hacerle entender que viene de los dioses, pero que es la
muestra palpable de la degradación de su herencia? No dando crédito a lo que
ocurre, acabará sus días hablando solo como los monos, al lado del abismo de cualquier desfiladero.
La violinista buena
cree firmemente en la libertad de las praderas y en el espíritu nómada e
ilimitado del indio. En su música delgada de cuerda y en el viento de la de sus
colegas. Frágil y estilizada, como su música, está dispuesta a patearse el
continente siguiendo las indicaciones que produzcan sus sonidos, hasta alcanzar
el beneplácito supremo de los dioses. Ofreciéndole, sin proponérselo, una
posibilidad de redención al cineasta feo y al filósofo malo. ¿Como va a creer
que viene del mono, ella que aspira a tocar la música celestial que sostiene y
mueve la bóveda del mundo?