martes, 12 de noviembre de 2019

EL SIRVIENTE 2

Podría entenderse que hago este recorrido a la inversa, hacia el origen novelesco donde comienza la historia de El sirviente, porque ahí es donde creo que se encuentra la veracidad de lo que se nos cuenta, y de rebote la falsedad de sus dos emulaciones, cinematográfica la una y teatral la otra. No digo que no haya algo de eso o que esa sea la motivación principal. Así lo confesé el día que tuvimos la tertulia sobre la lectura de la novela, pues me había sentido muy incómodo entrando y saliendo del ámbito estrictamente narrativo que ofrece el relato de Maugham. Y así les dije a mis contertulios que si en lugar de ese título intrigante, el autor hubiera elegido para su novela uno más neutro, pongamos, Testimonios de juventud o Recuerdos de juventud o como hizo Vera Brittain al titular sus memorias, Testamento de juventud, seguramente no hubiera producido tantas especulaciones morbosas, y, sobre todo, habría limitado por no decir hecho desaparecer las tentaciones de llevar a la pantalla o al teatro lo que Robin Maugham escribió sobre el papel. ¿Por qué, si Josep Losey quiso hacer una película sobre el famosos mito dialéctico  hegeliano del amo y el esclavo, no escribió él, o mandó hacerlo, un guión original para tal fin? ¿Por qué esa costumbre, que desde entonces se ha convertido en epidemia, de usar y abusar del prestigio de obras ajenas y antiguas para, con la disculpa de una reinterpretación actual o postmoderna, eludir la responsabilidad que a cada generación le corresponde de enfrentarse a los problemas existenciales de siempre. Efectivamente, lo que cuenta Richard Merton, narrador de la novela El sirviente, es para dar cuenta de su testimonio (así es como se constituye como narrador testigo, ese que no participa directamente en la acción narrativa) sobre la vida que lleva su amigo Tony Williams, a partir del momento en que se encuentran después de cinco años sin verse. Conviene que no pase por alto este primer encuentro, que es de lo que trata el primer capítulo de la novela. Hay dos momentos en este capítulo es los que Merton define su posición y su intención en el relato que va a venir a continuación y del cual es el narrador, es decir, el responsable del mismo, de lo que allí aparezca o no, de lo que allí se diga o se silencie. Son dos momentos que pueden pasar desapercibidos ante el lector en la primera lectura (ese fue mi caso) que, sin embargo, ocurren de forma intencionada, pues no pueden evitar la legitimación de Merton como narrador de lo que nos quiere contar (lo implícito) con lo que nos dice (lo explícito). El primer momento tiene lugar cuando toca el timbre de la casa de Tony, donde han quedado después de que éste lo llamara recién llegado a Londres, con ganas inaplazables de verlo. Merton dice, “El  piso quedaba en la primera planta. Llamé al timbre. Me sentí deprimido de pronto. Hacía más de cinco años que no nos veíamos; tenía miedo a descubrir que los lazos de nuestra amistad se hubiesen roto, de manera que aunque pudiésemos hablar sin problema del pasado, el presente resultara embarazoso y el futuro nos separase. Volví a llamar.” El segundo momento coincide con el final de este primer capítulo, las palabras de Merton dicen así, 
“¿Por qué no buscas un criado? 
¿Lo haría si pudiese permitírmelo?- dijo.
Me he preguntado muchas veces que habría hecho Tony de su vida si no hubiese aceptado su sugerencia.”
Después de volver a leer estas escenas, además de la escena final de la novela, me quedó claro que Merton nos quería contar algo sobre su relación con Tony que venía de antes de ese encuentro, pero que se servía de la historia del sirviente Barret para hacerlo. Una historia que, después de leer el final, digo, funcionaba como tapadera o distracción frente a quien no podía en aquel entonces (1947) aceptar la auténtica verdad de aquella relación, a saber, el amor oculto que existía entre Merton y Tony. No era la primera vez, ni será la última, que se utilicen este tipo de artimañas narrativas para burlar los rigores coyunturales de la censura moral y las buenas costumbres. Ahora bien, no todas las estrategias narrativas en este sentido salen indemnes de esa ocultación ante la autoridad represora. Creo que El sirviente es una de esas que no supera la prueba, pues la figura del Barret acaba por emborronar con lo que nos dice mediante su rocambolesca historia lo que nos quiere contar Merton de la suya propia con Tony. Acabo con la escena final mencionada como prueba, a mi entender, de lo que digo. 
-Me sentía tan agotado que cada movimiento suponía un gran esfuerzo. Busqué el pestillo con manos temblorosas. De pronto se abrió la puerta de la cocina y salió Tony. Se quedó absolutamente inmóvil mirándome fijo.
-No podía soportar verte marchar así - dijo al fin.
-No tiene importancia conseguí decir.
De pronto sentí su brazo en el hombro. Lo retiró enseguida, como si hubiera hecho algo malo.
-Oh, Richard - dijo con voz entrecortada - Oh, querido Richard. No me dejes. Estoy sucio. Lo sé. Pero no me dejes.
-Entonces ven conmigo.
Guardó silencio. No llegaba ningún ruido de la cocina. Era evidente que estaban escuchando. (Barret y su nueva novia)
-Haré todo lo posible para hacerte feliz - le dije en voz baja. Él tenía los ojos enrojecidos llenos de lágrimas. 
(...)
-Ven conmigo - insistí.
Pero ya no me escuchaba. Respiraba con dificultad y se le dilataron los ojos. Luego se apartó de mí con un grito ahogado y corrió hacia la puerta de la cocina.
-Me quedo - le oí decir con voz pastosa. Luego se volvió. Nuestras miradas se encontraron un momento.
-Adiós Richard - me dijo - Que lo pases bien en el mundo de los mojigatos.
-Adiós, Tony.

Abrí la puerta y salí a la noche fría. La niebla era tan densa que a veces me perdía en los trechos de profunda oscuridad entre los círculos de luz de las farolas. Sabía que tenía por delante un largo camino hasta llegar casa.”