La novela de Chimamanda Adichie, Americanah, es de lectura fluida, pues su composición anular así lo facilita. La composición anular es considerada la forma más antigua de narrar. Derivada de la tradición oral, que la usaba constantemente, consiste en narrar de forma rectilínea pero de vez en cuando intercalar excursos, es decir, apartarse temporalmente del tema principal para luego volver a él, simulando un anillo, de ahí su nombre. Aparece ya en obras de la literatura griega clásica, como la Ilíada de Homero o en las de Herodoto de Halicarnaso, por ejemplo. También es un recurso muy usado en las sagradas escrituras hebreas, así como en muchos otros textos tradicionales cuyo origen parece estar en la tradición oral. Al conocer a Ifemelu y Obinze lo primero que me viene a la cabeza es que parecen buena gente, como muchos de los personajes de esa tradición oral. Son jóvenes y tal. Se quieren y los suyos los quieren, y también se dejan querer por el lector, en fin, como decirlo en lenguaje actual, nada mas conocerlos, si eso, son guays. Pero a medida que avanzo en la lectura observo que tienen, tengo, un problema que envuelve todo lo que dicen y hacen, mejor dicho tienen, tengo, delante una pregunta que ni se la imaginan, y que me cuesta imaginarla: ¿y si Ifemelu y Obinze no se amaran por lo que les falta, sino para saber qué les falta? ¿Y si se van de Nigeria para responder, sin saberlo, a esa endiablada pregunta que no entiende de razas ni de género ni de continentes ni de pobreza ni de riqueza...? De repente surge lo propiamente contemporáneo del relato de Adichi. Así ponemos todos en juego (en riesgo), protagonistas y lector, lo que cada uno creía saber de sí mismo, la calidad de sus pasiones y de sus cualidades y virtudes para estar con otros, su aptitud para crecer, para conocer, para dar la medida de su valor y también de su audacia. Las visiones e ilusiones del enamoramiento en Nigeria, que tanto obnubilan a Ifemelu y Orbize como al lector literal, cesan cuando se separan para dar paso al amor a distancia, y a la lectura de esa separación como un viaje de aprendizaje de cuál es su lugar en el mundo, antes que como un viaje de estudios para sacarse un título que le proporcione una función de éxito en el sistema. Es un viaje en el que el autoconocimiento y el reconocimiento del otro se convierten en una prueba de vida, más que un carrera de obstáculos y zancadillas, en la que decidimos, protagonistas y lector, si merecemos estar aquí o preferimos estar muertos (en vida). Bueno, yo ahí si estoy, tratando de trazar ese camino en su compañía, luchando por merecer mi puesto como lector y también como ser hablante y pensante. Ya digo que no es fácil, aunque ellos parezcan guays y yo ponga mi mejor voluntad. Estoy ya en la cuarta parte y la vuelta a casa de Ifemelu y Obinze (como la de Ulises a Itaca) no será fácil. ¿Que habrán aprendido ellos, que lograré aprender yo? Hasta ahora lo mejor ha sido dejarlo todo y entregarme, más con el alma que con el cuerpo, a esta apasionante y renovada Odisea.