Nunca lo hubiera pensado así, digamos que como un camino a la inversa, desde la última puesta en escena hasta su origen definitivo. Y empecé a verlo así cuando me fijé en los carteles del exterior del teatro, poco antes de entrar a ver la obra que ese día anunciaban a grandes titulares y que no era otra, como puedes suponer, que El sirviente, de Robin Maugham; traducción de Alvaro del Amo; dirección de Mireia Gabilondo. Fue para mí toda una sorpresa, de esas que dejan ver cuan grande es mi ignorancia, leer, como de sopetón, que la mencionada obra de teatro no era una adaptación de la película homónima de Josep Losey, protagonizada por Dick Bogarde (era los únicos datos del film que retenía en la memoria), sino que ésta tenía un precedente en otro texto de un autor desconocido para mí hasta ese momento. Después de ver la obra de teatro de Gabilondo, comprobé en Google la secuencia completa de la vida de este personaje. Maugham escribió su novela poco después del final de la Segunda Guerra Mundial, que es también el tiempo histórico donde se desarrolla su acción narrativa. Casi veinte años después, el premio nobel de literatura a posteriori, Harold Pinter, escribió el guión de la película homónima de Josep Losey a partir de la lectura de la novela de Maugham. Sin embargo, la obra de teatro de Mireia Gabilondo es una adaptación del guión de Pinter, no de la propia lectura que la directora vasca hubiera podido hacer de la novela de Maugham, tal y como pensé nada más salir de ver la obra de teatro. Igual que la historia visible y medible, digamos, que se ha tejido en el consciente colectivo alrededor del título El sirviente. En los días posteriores al del que vi la obra de teatro, fue creciendo dentro de mí lo que he llamado la historia invisible o no medible del mismos asunto, que no es otra que el sambenito que ha acompañado hasta nuestros días a ese título, El sirviente, sobre todo desde la película de Losey. Me refiero, claro está, al sambenito del amo y del esclavo, que Hegel construyó de forma conceptual y filosófica en su obra La Fenomenología del Espíritu. Ni que decir tiene que en la obra de Gabilondo no he visto ni por asomo esa relación, sino más bien una atropellada puesta escena, a cuenta del éxito del sambenito heredado, como pretexto para hablar de la actualidad de la lucha identitaria (esa que ha sustituido a la antigua y, al parecer, periclitada lucha de clases), una de cuyos focos de más prestigio mediático es la identidad sexual. La injustificada simulación final del acto sexual entre Poncela y Rivero así lo evidencia. Dadas las limitaciones propias del teatro, únicamente el uso de la palabra en boca de los dos protagonistas, Barret y Tony, podría hacer visible y creíble el mensaje heredado del título. Pero antes había que hallar las palabras, después elegir las bocas por donde deberían de salir y, por último, la manera en que se fueran trabando hasta conseguir aquel destino de inversión. Ardua tarea a mi entender. Reactualizado así en mi memoria, por tanto, el título heredado, quedaba expedito el itinerario a seguir. En primer lugar, tenía que volver a visualizar la película de Losey, de la que tenía un vago recuerdo, aunque el sambenito que acompañaba al título se me aparecía como lo más nítido, desde la última vez que la vi hará seis u ocho años. La herencia cultural tiene estas cosas cuando no se actualiza, que se acaba confundiendo con la herencia genética. Efectivamente, la posibilidades técnicas del cine respecto al punto de vista y las diferentes perspectivas y encuadres del campo narrativo, tampoco acertaron a mostrar la esencia del sambenito del amo y del esclavo. Sin duda más atractivos que los protagonistas teatrales, la molicie del aristócrata del Tony cinematográfico en liza con y la decidida voluntad chantajista del macarra Barret, no alcanzan a mostrar eso que pueda llegar a ser y que el título acarrea en su herencia, la inversión en los papeles a lo largo del metraje de la película, quedando, al final, Barret como el señor de la casa y Tony como un amorfo y despreocupado esclavo metido en la cocina. Dicho de otra manera, si dejo en el armario, cerrado con dos llaves, la mochila donde guardo que ir a ver la peli de El sirviente es ir a ver la recreación del mito hegeliano del amo y el esclavo, lo que acabo viendo es como un cómodo aristocrático, cual de esta estirpe no lo es, que incomprensiblemente y sin justificación visible alguna, como manda el formato cinematográfico en que se desarrolla, se deja comer el terreno, alma incluida, por un extorsionador profesional. Pienso que las relaciones de amo y esclavo se pueden explicar por separado, que es lo que hace Hegel en su obra la Fenomenología del espíritu, pero se dan irreductiblemente unidas y con intensidades cambiantes y variables así en la vida como en la narración que a ese respecto se quiere representar. Nadie es solo amo, ni nadie es solo esclavo. Ni nadie es siempre y en la misma dirección y con la misma intensidad esclavo, ni igualmente nadie es siempre amo. La belleza estética de las imágenes, con alusiones claras al surrealismo, no consigue enmendar esta debilidad narrativa imputable, a mi entender, al guión de Pinter. Solo llegaré a comprender lo que hay de verdad tras el misterioso título, el sirviente, una vez que se haya leído la novela de Maugham, última etapa de este itinerario narrativo invertido.