lunes, 1 de abril de 2019

EDAD

Todo ser humano sabe, en el fondo de su alma, que a medida que uno se hace mayor el mundo se vuelve muy raro. Otra cosa es que lo reconozca, pues sería lo mismo que reconocer que tiene alma, esa luz interior que alumbra las arrugas del cuerpo decadente. La democracia es el modo de organización política humana que mejor se encarga de tratar con las rarezas públicas del mundo, así fue al menos la motivación de los padres fundadores, y su capacidad de influencia en las privadas e íntimas. Pues no hay mayor extrañeza pública que la de querer matarnos los unos a los otros, aunque las matanzas habidas a lo largo de la historia nos tienten a hacer creer lo contrario, que matarnos es lo natural o su opuesto que lo natural es querernos. Pronto habrá elecciones. En este siglo XXI, como en todos los siglos anteriores, la vida remite a lo que es y la falta de vida remite a lo que no es, por tanto, todo lo que afirma la vida es y todo lo que la niega tiende a desmentirla hasta que lo consigue. Lo que equivale a decir que el bien es siempre y el mal tiende a lo que no es, una tendencia que cambia con las modas, de ahí que haya las diferentes teorías sobre el mal, ninguna sobre el bien. Sobre esta obvia locución gramatical se han cebado a lo largo de los siglos todos las doctrinas fanáticas occidentales habidas, y por haber, con la intención de apropiarse de ella. Primero fueron los cristianos que destruyeron el mundo clásico griego a base de poner todo el bien del lado del alma y todo el mal a cuenta del cuerpo. Muchos siglos después fueron los modernos los que destruyeron el mundo cristiano pero sin voluntad de restaurar el mundo clásico griego, únicamente les dio para dar la vuelta a la tortilla, es decir, pusieron todo el bien a cuenta del cuerpo y todo el mal en la cesta del alma. Unos y otros hicieron lo mismo, a saber, lo que debían ser según sus doctrinas, no lo que realmente eran. Unos hicieron sus deberes de forma religiosa los otros de manera secular, pero todos ocultando bajo el manto de la norma moral lo que eran y lo que no eran. Hoy los modernos tienen exceso de grasa en el cuerpo, lo que les impide sentir el alma. O dicho de otra manera, tienen nostalgia de algún tipo de religiosidad ahítos como están de que la secularización esté llenando de cosas hasta el rincón más oculto de su intimidad, ahí donde no llegan las palabras. Siguen al pie de la letra el mandato de la modernidad secularizada, hay que ser siempre originales y novedosos, es decir, hay que ser siempre jóvenes. Y jóvenes solo se puede ser de una manera, exhibiendo la plenitud de un cuerpo en su máxima expresión de forma. Pero una vez más, como les pasó a sus antepasados modernos, los cuerpos añosos de los de hoy ya no les da para más y el alma no acude a la llamada, pues nunca antes ha sido convocada. Al no poder recuperar el equilibrio, que es otra manera de llamar al bien, entre un cuerpo que decae y un alma desaparecida, les está convirtiendo, contra su voluntad, en adalides del mal, y de la cobardía que siempre le acompaña. Nunca como en el presente la cobardía adquirió ese rango institucional del que disfruta, como un guerrillero cuando se acomoda en el palacio presidencial del tirano derrocado, pues no otra cosa es, al fin al cabo, la rutina democrática para estos desalmados. Aunque tampoco debería cogernos por sorpresa, ya Shakespeare nos advirtió a través de sus tragedias, que ni la maldad ni la cobardía se nos presentarán nunca de frente, lo suyo no es la trasparencia. ¿Será por eso que los llaman buenistas? ¿Será por eso que han hecho de la sonrisa su tarjeta de presentación irrenunciable y de la indignación un arma de resistencia reactiva y, por ende, reaccionaria? ¿Será por eso el amor incondicional que muestran hacia la infancia, al ver en ella el refugio de la pureza del alma que ellos han perdido para siempre? Dada la energía que se necesita para poner en movimiento todas esas palabras mencionadas, el asunto del presente desquiciado sea quizá la obra de la desidia y dejadez de quienes no es que sean buenos o malos, sino de quienes sencillamente no están vivos, pero tampoco muertos.