La noche anterior había llovido mucho. MG se dio cuenta por la cantidad de agua acumulada en los baches del camino de ronda del castillo. Pensó en dejar de caminar, pero fue en ese momento cuando recibió un mensaje de uno de sus contactos, el cocinero. Así lo tenía localizado en su agenda. Era un tipo hecho a sí mismo. La frase hecha la utilizaba MG para referirse a algo menos viable que acompañaba a la biografía del cocinero, pero que no sabía cómo definir lo cual no dejaba de producirle un constante desconcierto. Lo conoció en una reunión externa de esas que organizaban Los Amigos del Castillo para promocionar su imagen de cuidadores de la fortaleza. Por aquel entonces no era todavía cocinero, sino que formaba parte de un grupo que se autodenominaba Cuerpos Libres y que se encargaban de las labores propias de cualquier organización de voluntarios adscrita a otra más grande, digamos, de un orden más interesado. Lo de cocinero vino después y hoy es el director del restaurante que tiene en su interior el castillo, para uso exclusivo de los miembros de la asociación que lo custodia y vigila para que cumpla en todo momento su función, que aunque nadie de la ciudad sepa muy bien cual es su presencia hace pensar que lo hace con plena eficiencia. A estas reuniones promocionales acudía mucha gente, aunque rara vez lo hacían los que ocupaban un lugar de responsabilidad en el funcionamiento de la ciudad. Por así decirlo, el castillo y la ciudad mantenían desde hacia años, después de unos inicios de convivencia nada halagüeños, una pactada indiferencia, dicen, como mejor garantía de aquella eficiencia de que se enorgullecían los Amigos del Castillo, y que la imagen de la ciudad también le convenía. La cual hacía, sin que hubiera intercambios de reproches, que la ciudad se encargara de los asuntos externos como el mantenimiento del camino de ronda y el aparcamiento de coches, y el castillo lo hiciera de los asuntos internos. Era un acuerdo tácito que se había ido trasmitiendo de generación en generación desde que se fijó la raya fronteriza. A partir de entonces el castillo se convirtió en el lugar desde donde se garantizaba la perdurabilidad de esta, que significaba también la suya propia. El mensaje que MG leyó en su dispositivo hacía mención a una fotografía adjunta, a la que el cocinero se refería como un objeto no identificado que acababa de descubrir en el entorno del castillo, la tarde anterior al momento mismo de enviarle el mensaje. Ciertamente, el objeto no identificado era una especie de monolito de cemento pintado de blanco, donde a duras penas se podían leer los nombres de quienes al parecer habían caído en combate en un guerra lejana, decía textualmente. No antigua, sino lejana. A MG le sorprendió no haberlo reconocido en sus vueltas diarias al Castillo, aunque lo que más le sorprendió fue la referencia de la inscripción a una guerra lejana teniendo en cuenta que oficialmente, según las memorias que guardan los Amigos de Castillo y de las que periódicamente van publicando breves sinopsis en los periódicos locales, el castillo nunca sufrió asedio alguno desde su fundación. Lo de antigua remitía, sin duda, a una estilo inequívoco de guerrear, pongamos, las guerras napoleónicas frente a la guerra del golfo pérsico, pero el calificativo de lejana le pareció que daba al monolito una imagen de elasticidad que cada cual podía visualizar primero y traducir su inscripción después a conveniencia. Tal vez ese fuera el motivo, pensó MG, que no recordara haber visto ningún monumento de tales características en el camino de ronda del castillo. El que sí lo hubiera observado el cocinero y que, además, hubiera tenido la necesidad de enviárselo a MG era un indicio, al entender de este, de que el interior y el exterior del castillo mantenían un oculto valor de inteligibilidad cuya clave debía estar en esa alusión a la lejanía. Es decir, no estaba en el castillo. Aunque empezó a llover con más fuerza, MG decidió continuar el camino, en parte por la curiosidad que le había despertado el mensaje del cocinero, pero, sobre todo, porque se le habría un veta de compresión del castillo que se daba cuenta no tenía a la mano, tal y como se había empeñado en creer desde el día en que le pidió al cocinero que lo invitara a comer al restaurante donde trabajaba y aquel le respondió, con la mayor naturalidad, que no tenía permiso para invitar al restaurante del castillo a vecinos censados en la ciudad. Lo cual se correspondía, término a término, con lo que no hace mucho oyó en la cantina a un parroquiano, al referirse al permiso que había que tener para entrar al castillo. No recuerda quien le respondió que quien entra en la cantina entra también en el interior del castillo, aunque sí sintió la misma invisibilidad respecto a lo que oyó que la que tuvo al acabar de dar la vuelta al castillo, sin haber localizado el monumento cuya foto le había enviado el cocinero.