jueves, 4 de abril de 2019

NIEVE

Solo hacia dos semanas que había comenzado la primavera y Aníbal Guevara comprobó con satisfacción, mientras daba la vuelta al castillo, que la nieve había vuelto a las montañas de enfrente. Estos últimos coletazos del invierno le gustaban porque experimentaba, al mismos tiempo, dos sentimientos como la despedida y la esperanza que, al igual que la vida y la muerte, tienden al desencuentro, es decir, cuando está uno no está el otro, y viceversa. Mientras eso sucedía en el exterior atmosférico, en los auriculares que llevaba colgados en las orejas llegaba la voz de una escritora y periodista que hablaba sobre la relación que nos esperaba con nuestras condición robótica, puesta en escena de forma irreversible y apabullante en la era digital en la que vivimos. Recientemente había publicado un libro sobre la maternidad y no creía en absoluto que las madres humanas pudieran llegar a parir algún día robots, como algunos devotos de la tecnología pronostican. Luego eso significa, decía, que los robots se hacen no nacen. Por lo tanto, están libres de lo propio de los seres que nacen que no es otra cosa que su condición de mortalidad junto a sus emisarios, a saber, enfermedades, contradicciones, intuiciones. Dicho de otra manera, un robot es una construcción tecnológica que proviene, como todas las construcciones, del azar y necesidad de la vida, pero no es la vida misma. Las construcciones que hace la vida no la agotan, son una parte de ella, la renuevan o la degradan pero nunca pueden apropiarse de ella. La historia de la vida no deja de dar testimonios de que cuando alguna de sus construcciones ha querido apropiarse de ella lo que realmente ha conseguido es iniciar el camino de su desaparición como tal construcción, dando paso a otras formas de imaginación y a otras construcciones. Si no fuera así, apuntaba la escritora, es que la vida ha renunciado a seguir viviendo lo cual no es propio de su naturaleza vital, valga toda la redundancia, aunque su creación tecnológica le indique el camino de la destrucción. Se destruye la construcción tecnología no la vida. Para entendernos, la vida no está constituida según la forma de pensar matemática, como le gustaba creer a Galileo. Más bien el mayor logro de la razón matemática o lógica, en fin, digital, es darse cuenta de que está rodeada de infinidad de cosas que puede ofrecer pero de las que nunca podrá saber nada, que no sea el mero saber instrumental con que las ofrece. Otra cosa es que al ser humano matemático le guste pensar que puede hacer cálculos sobre todo lo que le rodea y lo que le pueda acabar rodeando, sin darse cuenta de que esa forma de pensar le lleva a que sean los cálculos (vesiculares, por supuesto) los que se ceben sobre él. Fue la forma irónica con que acabó la entrevista la escritora y periodista, justo en el momento en que Aníbal Guevara caminaba en la vertical que le permitió divisar con nitidez la fortaleza que había en la raya fronteriza, antes de que un fajo de  nubes alargada la tapara casi por completo. ¿Era deber del momento actual (o al menos, era un deber suyo) hacer un seguimiento de la veracidad de las afirmaciones de la escritora que acababa de oír?, pensó Guevara. Ciertamente, continuó  dándole al magín ya sin los auriculares en las orejas, las distancias en el entorno del castillo se mantienen inalterables desde que lo construyeron en el siglo XVII, pero hay algo que a él las impide sentir con esa exactitud que pudiera sugerir su presencia. Dicho de otra manera, algo que no conseguía saber era que, a pesar de aquellas distancias y magnitudes inalterables, la presencia del castillo que las contenía no era la misma hoy que entonces. El mismo hecho de no saber si era la cantina quien daba permiso a sus parroquianos para poder dar la vuelta al castillo, era un indicador claro, aunque no preciso, de cómo estaban las cosas. La primavera había renovado, un año más, la esperanza que proporciona ver renacer a la naturaleza, pero intramuros del castillo no dejaba de crecer un grumo sombrío. A punto de acabar el camino de ronda vio cómo se disponía a dar su paseo el cronista oficial de la ciudad, dejándose  acompañar, como no, por sus dos galgos. Guevara nunca había coincidió con él en la cantina, no sabía, por tanto, si tenía permiso para dar la vuelta al castillo o se lo otorgaba su profesión de cronista oficial. Este era otro ejemplo de distancia, digamos, domestica que Guevara notaba que se le escapaba y no dejaba de producirle malestar.