miércoles, 17 de abril de 2019

EL DIABLO EN LA CARRETERA

San Juan, el profeta apóstol de Cristo, dice en su Apocalipsis, escrita en el siglo I de nuestra era, que si abandonamos a Dios el diablo se apoderará del mundo a partir del segundo milenio. No solo lo hemos abandonado, sino que lo asesinamos anticipadamente hace ya más de doscientos años, entregándonos acto seguido al becerro de oro, ergo, el diablo se ha apropiado de nuestra alma y de todas nuestras pertenencias, como Él sólo sabe hacerlo, según muestra con todo detalle el narrador cronista de McCarthy en su andadura por la carretera. Dicho en plan más ecologista, nos hemos comido el planeta a cuenta de un raquitismo espiritual individual y colectivo difícilmente engordable con vitamina alguna. ¿Es lo mismo ser apocalíptico que pesimista o que optimista escéptico? ¿Cual es la etiqueta que mejor nos viste? Por ejemplo, si uno piensa que el mundo siempre irá a peor, pues los grandes problemas, hambrunas, guerras, corrupciones, no se solucionan nunca del todo, ¿significa que uno es apocalíptico o que solo es pesimista o, tal vez, escéptico optimista? Incluso, ¿querer ir a Marte, es una fuga hacia ninguna parte o el último canto del creyente en el Progreso incesante? ¿Todo es etiquetaje es un asunto de escala publicitaria para espíritus distraídos, con tal de no mirar cara a cara a nuestra verdadera esencia como especie humana? Para entendernos, ¿apocalíptico es para el mundo lo que pesimista o escéptico optimista  lo es para el ser humano? Siendo mortales, lo somos, ¿no?, ¿vale la pena ser revolucionario para acabar siendo apocalíptico o nihilista absoluto? ¿O son dos caras de la misma mirada de la fe del progresista en tiempos diferentes, sin obligación de arrepentimiento por los males infligidos? Pues, al fin y al cabo, todos vivimos bajo la influencia absoluta del paradigma moderno del progreso que imaginaron las luces de la ilustración. Luces que, por cierto, no dan señales de vida al final de la carretera, al menos como esa luz que emiten algunas estrellas del firmamento, que han muerto ya a millones de años luz de distancia de la Tierra. Así las cosas, ¿está justificado volver a representar el apocalipsis juanista, después de las grandes carnicerías del siglo XX? Como aquel, el relato de “la carretera” está lleno de catástrofes envolventes, repetitivas en hechos y formas, con una sensación constante en el lector de no saber donde está, pero intuyendo que eso que sea donde esté debe ser el infierno. Aunque, ¿puede saber si se lo merece?¿Puede saber si ha hecho algo malo para merecérselo? Ay, la educación, no me han educado para ello. Todo lo más es lo que dirá en su defensa, a punto de despeñarse. El narrador de McCarthy sigue la pauta de la visión de San Juan, aunque utilizando la destrucción del medio ambiente como referente compartido en el siglo actual, pero con nulas o difusas esperanzas (no puede ofrecer al final, como hace el apóstol profeta, la Ciudad Iluminada de Dios, solo su aliento primordial), más allá de las que representan el calor y la luz de ese sur indeterminado hacia donde caminan el padre y el hijo, protagonistas buenos que huyen de la persecución de los invisibles protagonistas malos (en esto también sigue la pauta juanista). En fin, San Juan solo imaginó su Apocalipsis y desde ahí nos lo advirtió, pero Hitler, Stalin y Truman, y todos sus imitadores y seguidores, lo llevaron, y lo llevan, a la práctica desde hace casi ochenta años, creando así la era del terror nuclear en la que vivimos. Al acabar de leer el relato de “la carretera” estoy en el origen del mundo, mejor aún, si he entendido así mi lectura, estoy en el medio de la catástrofe que se lo quiere comer, por si quiero reaccionar mirando hacia atrás sin ira. Vuelvo al aliento primordial de Dios, tal y como recomienda la mujer que acoge al niño protagonista, una vez que su padre ha muerto. El final del libro de McCarthy, es el principio de un “esperanzador” nuevo amanecer. Lo cito para que no se me olvide. “La mujer al verle lo rodeó con sus brazos y lo estrechó. Oh, dijo, me alegro tanto de verte. A veces le hablaba de Dios. Él intentó hablar con Dios pero lo mejor era hablar con su padre y eso fue lo que hizo y no se le olvidó. La mujer dijo que eso estaba bien. Dijo que el aliento de Dios era también el de él aunque pasara de hombre a hombre por los siglos de los siglos. Una vez hubo truchas en los arroyos de la montaña. Podías verlas en la corriente ambarina allí donde los bordes blancos de sus aletas se agitaban suavemente en el agua. Olían a musgo en las manos. Se retorcían, bruñidas y musculosas. En sus lomos había dibujos vermiformes que eran mapas del mundo en su devenir. Mapas y laberintos. De una cosa que no tenía vuelta atrás. Ni posibilidad de arreglo. En las profundas cañadas donde vivían todo era más viejo que el hombre y murmuraba misterio.”