miércoles, 3 de abril de 2019

LLUVIA

Mientras Aníbal Guevara tomaba su café en la cantina, antes de subir a dar la vuelta al castillo, la lluvia hizo acto de presencia con una fuerza que no habían pronosticado los meteorólogos en sus diferentes apariciones en la pequeñas pantallas. El tiempo atmosférico y el tiempo electoral, pensó Guevara, cada vez son más impredecibles, lo cual debe significar que la naturaleza se ha vuelto a apoderar de la política. No le pareció impertinente esta conclusión, pensó, mejor que sea así a que sea la economía “la que parte el bacalao”, como dicen todos los expertos. Miró hacia la cuesta empinada y por encima de la puerta de entrada al castillo el cielo pintaba negro,  muy negro. Los parroquianos, que había a esas horas de la mañana en la cantina, se habían apiñado alrededor de lo que decía la locutora de la televisión. Guevara decidió esperar a ver si escampaba, pues no había traído paraguas, sentándose en la mesa que quedaba como en la segunda fila de los espectadores televisivos, la totalidad de los cuales se apoyaban en la barra. La noticia de la televisión tenía que ver con un episodio de índole racista, esa fue la palabra que más utilizó la locutora mientras daba la noticia, que se había producido a las afueras de ese otro castillo que es La Casa Blanca, padre de todos los castillos y, también, residencia oficial en Washington del presidente de los Estados Unidos de América, gran jefe de la humanidad en Occidente. El camarero, incluso, que habitualmente no prestaba atención alguna a lo que aparecía en la televisión, estaba ensimismado con las palabras de la locutora. El asunto, como solía ocurrir en estos casos de un tiempo a esta parte, era de una importancia irrelevante, lo que realmente sí parecía tenerla era la forma y el tiempo que le estaban dedicando a su difusión urbe et orbi. Un indio iroqués, proveniente del Canadá según aseguraba la locutora, pretendía abrirse paso en dirección a las puertas del Castillo Presidencial Norteamericano, con el sonido de su tambor y las letras de sus canciones, en medio de un enfrentamiento verbal protagonizado entre un grupo de hebreos israelíes (afroamericanos que se declaran descendientes de las primeras tribus de Israel) y un grupo de jóvenes católicos blancos, que entre todos ocupaban por completo la Avenida de Pensilvania. A parte de la firme atención del camarero, Guevara observó entre los espectadores de la noticia al dueño del perro, que hacía unos días había intentado montar a la perra de un caminante, que había tenido que salir corriendo ante la impaciencia sexual del chucho. A Guevara no se le había olvidado, y eso fue lo que le renovó su extrañeza ante la presencia del tipo del perro en la cantina participando del ensimismamiento general frente a la pantalla televisiva, que cuando aquel día consiguió recuperar al perro no siguió su camino alrededor del castillo, como había imaginado Guevara, sino que se enfiló con una determinación, que no admitía dudas, hacia el camino que se dirigía al interior del castillo. ¿Era la cantina - se preguntó Guevara, mientras contemplaba caer la lluvia con intensidad a través del cristal - un lugar más a las afueras de la ciudad, o era un lugar adyacente del castillo aunque no declarado de forma oficial? ¿A quien había que reclamar esa pertenencia, al camarero o al dueño del perro o a quien fuera el presidente de los Amigos del Castillo? ¿Era la cantina un observatorio privilegiado de quienes subían y bajaban a dar su paseo por el camino de ronda del castillo? ¿O era una propiedad del castillo y quien en ella entra, de alguna manera entra también en el castillo?, aunque nadie puede hacerlo sin el permiso de los Amigos del Castillo. Este repertorio de interrogantes se lo sugirieron las imágenes que seguían saliendo por la televisión de la cantina, bajo la batuta de una locutora cada vez más entregada al espectáculo. Entre ellas Guevara se fijó en la determinación expresa que tenía el indio iroqués para abrirse paso entre los católicos y los hebreos israelitas, con la intención (ahora se veía claro) de llegar hasta la puerta del Castillo Presidencial. A parte de su tambor y sus canciones, de vez en cuando sacaba de su bolsillo un papel que blandía con energía al viento y que, según las palabras de la locutora, contenía el último acuerdo de la nación iroquesa con el hombre blanco que le daba derecho legítimo sobre sus tierras hoy usurpadas. Ninguno de los espectadores de la cantina mostró algún tipo de respuesta ante lo que estaban viendo, únicamente el camarero y el hombre del perro iniciaron con las manos unos ademanes de hostilidad hacia el indio iroqués, que pronto se tradujeron en palabras en voz del tipo, indio de mierda vuelve a la reserva, para ti no hay permiso que valga, tu no perteneces ya a ese Castillo Blanco. Cuando la cámara volvía a poner su foco sobre las disputas entre los católicos y los hebreos israelitas, el camarero y el hombre del perro callaban. Fuera de la cantina dejó de llover, aunque el cielo sobre la puerta de entrada al castillo no había perdido un ápice su negrura. Guevara decidió arriesgarse y, aunque no se olvidó de que no tenía paraguas, comenzó la subida para luego dar su vuelta habitual al camino de ronda.