La quintaesencia de la fascinación que la Estética ha producido sobre la Sociedad Moderna y sus modernos (una disciplina que a pesar de tener solo un carácter pomposo respecto a sus objetos no le ha impedido desplazar a la metafísica, la lógica, la epistemología o la ética, disciplinas todas ellas de modos superiores de producción de conocimiento, y por tanto de sentido, que les posibilitan contrastar certezas metódicas y universalizar la razón práctica), consiste en lo siguiente: el despotismo de la razón ilustrada encargó en su día al arte, en el sentido amplio del término, la labor de guardar los secretos de la imaginación humana, cuyos mecanismos los señores ilustrados decretaron que pasaban inadvertidos a la conciencia individual. Lo que no previeron, o hicieron caso omiso de ello, fue la ambivalencia radical que su decisión llevaba incorporada. Primero, empezó siendo la fuente de la esperanza social de un progreso material y moral de la humanidad, es decir, de una conciliación de las leyes de la naturaleza reflejadas en la técnica y las aspiraciones de libertad reflejadas en la moralidad. Pero, segundo, acabó convirtiéndose en la raíz de todos lo intentos de justificación de las atrocidades de la historia precisamente en aras de un supuesto progreso cuya exigencia de sacrificios es insaciable, o de una satisfacción estética que no parece menos temible, pues en ella la belleza no es ya más que el impúdico velo del horror. La enajenación de la sociedad moderna actual no es otra cosa, al fin y a la postre, que el resultado más acabado de ese secuestro fundacional, racional e ilustrado, que, en nombre del Progreso, consiste en dejar en manos de expertos (los artistas y su corte de aduladores) lo que es una de las características esenciales de la pertinencia y permanencia de la naturaleza individual humana junto a su capacidad reproductiva y productiva consumidora, a saber, su capacidad creativa frente al mundo incomprensible donde habita. La irrupción de la sociedad de masas rompe con las prácticas estéticas del despotismo ilustrado, pero no con la enajenación ética que lo nutre y alimenta. Para entendernos, no hay en los múltiples paneles educativos y culturales de la sociedad de masas ninguno que interpele a los individuos a expresar lo que sienten con la experiencia de su vida. Todos los paneles invitan a producir y consumir las diferentes variantes del argumento global que todos, mediante la colaboración inestimables de internet y sus múltiples colaboradores, tenemos presente todos los días. Sin embargo, ninguno de esos paneles (hoy ya da igual que sean públicos o privados, oficiales o alternativos) nos enseña a hacer algo, no todo ni definitivo, digo algo provisional con lo que sentimos frente a ese argumento global, y hacer algo, también, con lo que ese argumento global hace con nuestra finita e imperfecta individualidad. Es comprensible que bajar de los fastos y luces de lo global a la oscuridad solitaria de lo individual debe dar similar vértigo que bajar desde los palacios de la riqueza a las chozas de la pobreza. Pero sin la experiencia de ese apocalipsis egótico nunca podremos quitarnos de encima la enajenación de la vida moderna, que no es otra que nuestra entrega incondicional a la fascinación por su estética, que progresa de forma recurrente siempre hacia sí misma.