Llegado hasta aquí, el propietario de esa vida no sabe distinguir si lo que le pasa tiene que ver con la insuficiencia del sistema o con su extralimitación personal. O si es al revés. Una complejidad a la que no está acostumbrado. Sin embargo, la falta de costumbre no le exime de responsabilidad, como al infractor de la ley no le exime penalmente su desconocimiento. Alfabetización y modernidad, es decir, mayoría de edad obligan. Por tanto, es aquel un dilema, insuficiencia o extralimitación, que cae enteramente dentro de las competencias propias del individuo alfabetizado y moderno, quien está obligado a diagnosticar a qué obedece su enfermedad o malestar crónico.
Ante su indecisión la anomia se ha instalado en el ambiente, lo que han aprovechan los sofistas y los socráticos para entrar de lleno en el escenario tratando de atraer, como en la Grecia antigua, la atención de esa vida individual extralimitada en esa sociedad insuficiente. O al revés. Los sofistas harán incapié en las carencias del sistema. Lo socráticos en los excesos personales. Los sofistas nos volverán a ofrecer las venturas del Ideal, cerrado, redondo, perfecto, para combatir los sinsabores y dolores de la realidad inacabada por ser injusta. Los socráticos invocaran el principio de realidad a través de las preguntas de lo que no se ve, de la ficción. Los sofistas nos ofrecerán la hoja de ruta hacia esa sociedad sin malestar en un Libro. El libro de la Historia. Los socráticos nos darán a conocer a un narrador, o a dos, o a tres, que nos exhortaran a admitir que la vida pueda que tenga sentido, aunque también nos dirán que necesitamos buenas dosis de confianza y de paciencia que nos impida caer en la tentación de pensar que más nos valiera que no tuviera sentido ninguno. Nos advertirán: ¡no confundáis vuestra necesidad de consuelo, con la de refugio o con vuestra falta de carácter!
La batalla, como siempre ha sucedido, la ganarán, la están ganando los sofistas. El Ideal adquiere sentido suministrado directamente en vena. No entiende de paciencia ni de confianza. La pregunta, sin embargo, como socrático, no se hace esperar, ¿aunque los tiempos cambien, aunque ahora estemos todos alfabetizados, lo intravenoso del Ideal se tiene que comportar siempre de la misma manera? ¿No cambia su pulsión extralimitadora, ni su insuficiencia una vez que se ha hecho aditivo, una vez que ha fracasado estrepitosamente en todos sus intentos de hacerse realidad habitable? Y los muertos, el número de muertos que cuesta tal obcecación, ¿no cuentan? Contando que cada vez son más numerosos, hasta hacerse, como en el siglo XX, un número indigerible por la imaginación humana. Stalin dejó dicho para las próximas generaciones, o sea nosotros, su mejor legado: un muerto es una desgracia, un millón de muertos es una estadística. Como la morfina que no entiende de demoras, ni de bucles, hoy como ayer, el Ideal vuelca directamente en la sangre todo su poder anestesiante. Es una constante que da alas, siglo a siglo, a nuestra precariedad existencial.