miércoles, 14 de diciembre de 2016

CUENTO DE NAVIDAD 2, de Charles Dickens

Mientras que las personas que tenemos dinero en cantidad suficiente - el espíritu navideño tiene esta facultad desveladora de las apariencias - como para no tener que padecer las penurias derivadas de no poder satisfacer nuestras necesidades inaplazables, continuemos empeñadas en no otorgarle a ese dinero la inteligencia que, como toda construcción humana, tiene y se merece, nuestra vida, teniéndolo todo a nuestro alcance, tendrá la importancia única y excluyente de una mercancía, al igual que todo lo que leamos o miremos. Lo que quiero decir es que si continuamos viendo al dinero solo como un simple cómplice de nuestra codicia, más o menos explícita, de nada servirán las representaciones sociales de tipo depresivo, alicaído, indignado, nihilista, resentido, o de cualquiera de las jovialidades solidarias vigentes, que inventamos contra la mancha culpable de esa colosal irresponsabilidad, que hemos heredado cristianamente. Pues lo peor, con todo, no será la hipocresía de esos fastos que, al fin y al cabo, se valen por sí mismos para reproducirse, lo peor se encuentra en el exterior de las murallas de la ciudad que nos protegen. Extramuros sabemos que existe, pues lo delatan esas representaciones sociales que practicamos a título exculpatorio, lo simplemente insoportable. A saber, la falta de dinero para ver satisfechas las necesidades inaplazables ahí fuera, y la sobre determinación de la codicia que adquieren sus víctimas para tratar de obtenerlo todo, como sea y a costa de lo que sea. Entonces, si sabemos que la inteligencia nunca ha acompañado al dinero desde su momento fundacional como pretendido elemento civilizador de la especie humana, sí sólo lo ha movido la codicia y la deslealtad, parece pertinente preguntarnos de forma inteligente, sí es que ello es todavía posible, ¿son las mismas necesidades inaplazables las de un lado y otro de las murallas de la ciudad? Dicho en cach: sí, al fin y al cabo, todos sabemos que la inteligencia no ha medido nunca el valor de los seres humanos dentro del ámbito capitalista cristiano, pues no se ha cumplido el precepto marxista (no olvidemos tampoco que su afán comunitarista es también de matriz cristiana): "de cada uno según sus capacidades", ¿cual es, por ejemplo, el precio de la codicia de un profesor de instituto o de universidad en comparación con el de un emigrante camerunés que ha llegado en patera? ¿Tiene que ser forzosamente distinto, aunque la codicia sea diferente? ¿No vamos a dejar que se cumpla en nuestra sociedad avara la segunda parte del precepto marxista?: "a cada uno según sus necesidades". Visto así, codicia por codicia, que sea ella, aunque lo sea de forma nunca imaginada por nuestra bondad, quien derrumbe las murallas que separan nuestras avaricias. Marx tampoco dijo nada en contra. 

Desde la época de Scrooge, el capitalismo se ha hecho ilimitado en su codicia, cierto, pero, ¿sólo a costa de la codicia de tipos como Scrooge? ¿O también por causa de la nuestra, cuyo desarrollo lo ha permitido el desentendimiento de nuestra inteligencia, que solo la hemos desplegado para imaginar futuros inmateriales e inaccesibles, que en su representación parece que funcionan sin la inteligencia del dinero? Talmente como sigue sucediendo con la Navidad y sus secuelas laicas. Como si el dinero fuese únicamente un asunto de tipos estúpidos porque son avaros, como Scrooge, y los beneficios de su presencia en el mundo de tipos inteligentes porque soñamos mundos mejores desde donde habitamos a intramuros de la ciudad. Puestos, como estamos, a seguir ahí dentro y con los mismos mimbres, ¿es sostenible todo ello para nuestros bolsillos y para el mantenimiento de nuestros sueños?