lunes, 5 de diciembre de 2016

BIBLIOTECA

Hay una voluntad decidida por muchas de las autoridades que hoy tienen a su cargo el destino de las bibliotecas públicas, en dejar colonizar estos espacios por la complacencia reduccionista y simplificadora de la chatarra verbal, icónica y sonora, que, sin filtro alguno, acompaña a las nuevas tecnologías de la información. Todo lo cual hace que la biblioteca pública no pueda llegar a desarrollar toda la potencia imaginativa que la constituye, que le permita atravesar, razonablemente indemne, la dictadura del tiempo y del espacio que impone la actualidad moderna, de la que son parteras indiscutibles y dominantes esos medios de comunicación que tratan de apoderarse, digamos, de su alma. Un tiempo y un espacio que nadie siente y a nadie le suena porque ha sido vaciado de toda la quincalla simbólica o significativa de otros tiempos, que impedían a esa actualidad y sus medios llevar a cabo su principal y único cometido, que no es otro que el de publicitar una y mil veces, hasta que adquiera la categoría de verdad indiscutible, la definición del presente, donde la una y los otros hacen nido indesalojable. Es desde ahí desde donde se trata de hacer dogma sobre un pasado que se pretende superado, porque la una y los otros se sienten autorizados y capacitados para visitarlo cuantas veces les venga en gana, contraviniendo las leyes fundamentales del tiempo de la física, que lo es también de la historia y, en última instancia, es el tiempo de la actualidad global y mediática. Es desde este claustro materno desde donde los actualistas mediáticos sentencian que no vale la pena volver al pasado porque no hay nada que valga la pena que nos puede ofrecer. Solo al futuro, como el ámbito espacial que hemos de conquistar porque nosotros lo valemos ya que somos los únicos que estamos vivos, es a donde merece la pena poner toda nuestra atención y energía. 

De lo anterior se deduce que el uso o el consumo del lenguaje verbal, y por ende de cualquier lenguaje, que la mayoría de las personas hacen tiene que ver con el fortalecimiento o ensanchamiento o revalidación de la categoría o categorías a las que creen que pertenecen por méritos propios, los cuáles son ajenos, por supuesto, a ese uso o consumo del lenguaje o lenguajes mismos. Lo que le da estos un carácter de agrupamiento impositivo alrededor de las diferentes categorías y, consecuentemente, de enfrentamiento dialéctico entre ellas. En raras ocasiones, por no decir en ninguna, los seres hablantes subscritos a la imperante e imperiosa actualidad usan el lenguaje conscientes de que es en él donde realmente habitan y, por tanto, donde son alguien realmente. Lo que le da a ese lenguaje, visto y sentido así, un carácter interpretativo y de reconocimiento dialógico hacia los otros seres hablantes, pues lo que tienen en común es pertenecer a esa misma racionalidad lingüística.

Metido ya en esta improbable aventura dialógica, no se trata de decidir no leer un libro o de no escuchar a un lector, eso es fácil. Se trata de saber porque no debemos cambiar de narrador, ni de compañías lectoras. Nuestros antepasados no tenían más remedio que enfrentarse a lo que no sabían, nosotros no deberíamos traicionar su legado. La biblioteca es parte irrenunciable de ese legado. Es, por tanto, un relato, un gran relato, la madre que acoge a todos los relatos. La biblioteca es un relato para fomentar la Conversación entre distintos, aunque existentes y habitantes todos en un mismo lenguaje, que es el espíritu de las voces que en su seno se conservan; no es el lugar para la Comunión de las palabras de los idénticos, porque se encuentran agrupados previamente alrededor de una misma categoría. La Biblioteca no es un espacio ni un tiempo neutros, no es un almacén de piezas catalogadas según criterios de un diccionario temático o alfabético, ni un espacio ni un tiempo para todo y para todos, cuyos fondos se ofrecen, o se alquilan, a los lectores según las categorías a las que dicen que pertenecen, esas mediante las que se organiza jerárquicamente en el orden social, económico y político vigente, que existe en el exterior de la biblioteca, y que es de donde vienen todos los lectores al entrar en la biblioteca. No es, para entendernos, un espacio y un tiempo más de los que ofrece la dinámica social, económica y política en la ciudad, un espacio y un tiempo donde nadie siente ni se siente, sino que solo compra y vende, manda y obedece, es decir, consume. Muy al contrario de esa dinámica dominante en la ciudad, la Biblioteca es un lugar sagrado. Un espacio y un tiempo, no para el consumo de las palabras o de las imágenes o de los sonidos, sino para aprender a sentir su sentido, a saber, para no reforzar con ellas la categoría a la que pertenecemos y si es de primera o segunda división, sino para saber cuál es nuestro lugar en el mundo, a través del lenguaje común al que pertenecemos y donde existimos, y mediante los diferentes relatos que lleven incorporados las diferentes actividades que se propongan en su seno. Entrar en la biblioteca es, por fin, aprender a ser alguien, hartos de no ser nadie en la ciudad democrática y actual. Y esta labor le corresponde a la Biblioteca porque es la que custodia el saber acumulado de la humanidad, su espacio y su tiempo, a lo largo de la historia y de las historias que los seres humanos han ido creando. Lo que la hace ser más sensible que el resto de los espacios de su exterioridad con los que coexiste, en los que domina, como he dicho, de forma autoritaria y excluyente, pero con maneras democráticas, el tiempo presente. Una convivencia que es marca, santo y seña, al fin y al cabo, de nuestra modernidad, dícese de origen ilustrado: la urgencia y uniformidad democrática y la dictadura de la actualidad.