No está demás a los lectores y lectoras actuales que pensemos, no digo que creamos, con más frecuencia de lo que lo hacemos en la Idea de Dios. Lo cual significa aceptar, no que Dios está muerto o que no existe, sino que está desaparecido o más ausente que nunca antes en la historia de la humanidad o que nos es imposible demostrar su no existencia. En fin, que es un vacío que está ahí y que no es igual a la Nada. Dios es innecesario si podemos explicar el mundo sin Él, cierto, pero el caso es que, doscientos años de su muerte oficial con la decapitación del rey, su delegado oficial en la tierra, el mundo es cada vez más inexplicable, excepción hecha de su explicación en cash, que es la que defiende el señor Strooge.
La película que vimos y debatimos con interés el sábado pasado, tiene su valor de uso precisamente para comprobar cómo está en cada espectador el estado de lo que acabo de plantear, a saber, en qué medida la idea de Dios se abre un hueco en nuestro pensamiento cash habitual. Traduzco. Más que la idea del mito de la salvación cómo dije en la tertulia, pienso que es más acertado decir que a lo que nos tenemos enfrentar, o a lo que tenemos que dar cabida en nuestra sensibilidad actual es a la imposibilidad ancestral de resolver - y que estuvo presente, de forma más o menos explícita, en las intervenciones de todos los participantes en la tertulia, durante las tres horas que estuvimos dialogando - el conflicto entre la omnisciencia, la omnipotencia y la infinita misericordia divina, y el libre albedrío humano. Dicho de otra manera, que Dios no ordena ni prohíbe porque algo sea bueno o malo por si mismo, sino que nuestros actos se vuelven buenos o malos porque Dios los ordena o los prohíbe (Guillermo de Occam). Es decir, que el ljbre albedrío está por debajo o es inferior o tiene su limite y su freno en la omnipotencia, la omnisciencia y la infinita misericordia de Dios (como nuestros sueños son inferiores a nuestra codicia). Los que todavía creen en Dios no les queda más remedio, entonces, que atenerse a la revelación, a sabiendas de que las verdades reveladas nunca son evidentes. De eso, pienso yo, va la película. Pues es lo que le pasa al señor Strooge, un convencido codicioso que todavía no ha perdido o, mejor dicho, no quiere dar la imagen ante sus conciudadanos de que puede que haya perdido o esté perdiendo la fe en Dios. La película se ordena, por tanto, alrededor del ajuste de cuentas o del tirón de orejas, que la omnipotencia, la omnisciencia y la infinita misericordia de Dios, que es desde donde está filmada, le propinan al libre albedrío con el que pretende dominar el mundo la codicia de aquel.
Se puede decir que así como la Biblia, y sus múltiples y variadas emulaciones, es el Libro de Dios, este Cuento de Navidad es la película que Dios necesitó filmar en el mundo audiovisual emergente de hace sesenta años. Lo que acredita que Dios no está muerto o no existe, como gusta decir a los ateos. Vamos que Dios, no estando, siempre está al loro. Pero, como ya sabemos por la Biblia, Dios no da nunca explicaciones de como narra, ni de como filma. Ni tampoco comparece en sus relatos. Solo sabemos que está ahí, que es El quien maneja el cotarro, por su punto de vista, cenital, alto, muy alto, inalcanzable para los humanos. Escribe y filma solo a través de sus narradores en la tierra, pero tampoco da explicaciones del por qué de su elección. Es así como la Natividad de Su Hijo Muy Amado es para los creyentes la principal muestra - su segundo gran relato, después del Génesis - de Su Omnisciencia, Su Omnipotencia y Su Infinita Misericordia. Así va el mundo de Strooge, hasta que éste con un par, los que le dan alas al pensamiento cash de su libre albedrío (el mismo que hemos heredado nosotros) se quiere saltar a la torera el cumplimiento de toda este Poderío Divino y Milenario. Sin darse cuenta que en el intento pierde lo más valioso de ese mundo en el que vive, la Gracia De Dios, que todavía ilumina sus trapicheos y la voluntad y los deseos de sus clientes. Ante la soberbia y arrogancia del señor Strooge, los tres fantasmas se le revelan, como los emisarios ocultos que Dios envía a la Tierra a modo de otras tantas secuencias temporales, - la eternidad y omnipresencia de Dios hacen imposible su aparición en el tiempo y en el espacio humano, finito y limitado por naturaleza - para que recapacite y entienda que Dios le ordena que celebre la Navidad, no porque sea buena por si misma, sino que la celebración de la Navidad es buena porque Dios se lo ordena. ¡¡Te queda claro, tío, si no quieres que el Divino te corte la cresta!! ¡¡ Te queda claro, capullo, lo que tienes que hacer, si quieres recuperar la gracia de Dios que has perdido, si quieres que todo vuelva a ser como siempre ha sido, que da la casualidad, ya ves, es lo que más le conviene a tus oscuros negocios!! ¡¡A Dios, nos han dicho allí arriba, que no le jodas!!
Pero, si al señor Strooge no le queda más remedio que atenerse a la revelación de los fantasmas, a sabiendas - ¡quien se lo iba a decir! -, de que las verdades reveladas por ellos nunca son evidentes, ¿a que nos atenemos nosotros? ¿Cómo nos interpela ese mundo de la revelación divina, un vacío que no es igual a la Nada, a quienes creemos fervientemente en el libre albedrío como inmejorable motor de nuestro propio mundo, pues - ¡que remedio! - es lo único que nos queda después de desentendernos unilateralmente de los beneficios reveladores de La Gracia de Dios? ¿Si ya no podemos acceder a la revelación divina, lo podemos intentar nosotros mismos mediante el desocultamiento de nuestras apariencias? ¿Cómo se hace eso? ¿Contra quien enfrentamos o al lado de quien ponemos, nuestra libre disposición a hacer siempre lo que nos de la gana? ¿Doscientos años después, podemos decir que lo estamos haciendo bien? No sé si podemos, pero, al menos, pensemos. Los cuentos entre las cuentas y las cuitas de Navidad, pienso yo, son un buen comienzo, y no necesariamente intercambiable con otro cualquiera relacionado con otra época del año (eso es pensamiento cash), de esos relatos que siempre tenemos pendientes, pero que nunca los contamos porque no sabemos qué contar, o cómo comenzar, o para qué hacerlo, o a quien dirigirnos.