... y todo está preñado de su contrario, así es la atmósfera de toda "Ciudad abierta". Sometida a riesgos y contingencias, a progresos, avances y retrocesos, a inmensos letargos, a colisión de cosas y asuntos, a grandes movimientos rítmicos y al eterno desequilibrio y dislocación de todo ritmo, igual que una burbuja bulle en un recipiente con edificios, leyes, decretos y tradiciones históricas.
Dos tipos salen a recorrer sus calles y no acaban de darse cuenta de todo ello. Uno se llama Julius, vive y trabaja en Nueva York. Llevo un mes en su compañía. El otro es Guei, un joven de 16 años proveniente del campo, que ha llegado a Pekín en busca de trabajo. Lo conocí el otro dia en la película, cuyo título y autor encabezan este escrito. Julius es psiquiatra y trabaja en un hospital. Guei encuentra un empleo en una empresa de mensajería. Aquí le han proporcionado una bicicleta para realizar su trabajo, que será de su propiedad cuando la haya pagado a cuenta de su salario. Julius pasea bajo el palio de un sentimiento de perplejidad, que le adviene cuando se ha quedado fuera de la protección que le proporcionan los conocimientos de su profesión de psiquiatra. Guei pedalea ilusionado en su porvenir, llevando paquetes y cartas de un lugar a otro de la ciudad. Todavía bajo la influencia de su corta edad y su transparente inocencia campesina, incluso acepta compartir la bicicleta, que en un descuido se la han robado, y que un estudiante la ha comprado en un mercado de segunda mano. Julius solo confía en sus piernas. Guei en las suyas. El mundo que van descubriendo en su deambular les proporciona una nueva visión. A Julius acompañada de unas sombras hasta ahora desconocidas. A Guei de una luz deslumbrante, igualmente inédita par él. Tanto las sombras de uno como la luminosidad del otro, les impiden ver a los dos las colisiones de cosas y asuntos que se baten a diario en la ciudad abierta, y que se ciernen amenazantes sobre sus itinerarios. A Julius le dan una paliza unos jóvenes que pasan por su lado. A Guei le hacen lo propio, destrozando ademas la bicicleta de su trabajo, que ya era de su propiedad. Julius razona. Guei mata a uno de su agresores con un golpe de ladrillo, porque le ha roto su bicicleta sin venir a cuento, por el solo placer de romperla.
Lo que Julius razona ya no proviene de la lógica de su razón interior, que es la de su profesion y a la que el está tan acostumbrado para tasar conductas como la que acaba de sufrir, sino que procede mas bien de la sinrazón de la paliza misma que le han dado de donde brotan las palabras que le oímos:
"Nos resulta práctico describir el tiempo como un material, desperdiciamos el tiempo, nos tomamos nuestro tiempo. Tirado allí, el tiempo se volvió material de una manera nueva extraña para mí: fragmentado, roto en jirones incoherentes, y a la vez extendiéndose como algo derramado, como una mancha. No tuve miedo a morir. No se por qué estaba claro que no pretendían matarme. Había una calma en esa violencia y, aunque no habían esgrimido arma alguna ni dado explicaciones, supe que eran dueños de sí. Me estaban dando un paliza pero no severa, sin duda no tan severa como habría sido si hubieran estado enfadados.(...)
Se fueron, el tiempo recobró la forma. Se habían llevado mi billetera y mi móvil. Me senté en la calle en silencio, perplejo, pensando que podría haber sido inevitable. Arriba se encendían las luces de los pisos y aún quedaba un resto de luz en el cielo. La noche estaba suspendida entre la luz del día y la luz eléctrica, el brillo de la luz de los interiores, que yo veía pero no podía alcanzar, parecía una promesa de la continuidad de la vida. La gente volvía del trabajo, preparaba la cena o terminaba los últimos flecos de las tareas del día. La gente: pero en la calle no había nadie, nada más que el viento seco entre los árboles. Sentado en la calle, miré una alcantarilla ahogada de ortigas. El intrincado tejido de hierbas esra sobrecogedor”.
La portentosa imagen final de Guei, materialmente soldado a su bicicleta destrozada, habla por si sola, mientras se aleja del lugar donde ha tenido que matar a su rival en la lucha por la posesión de aquella. Habla mejor y con más expresividad que las hipotéticas palabras de odio y desconsuelo que, fundiéndose unas junto a otras en el fuego de su fuero interno, únicamente le sirven para quedar pegado a su bicicleta para siempre.
Julius y Guei descubren en sus propios huesos apaleados, y el lector-espectador a su lado, que los hombres corrientes en la ciudad abierta somos capaces de cualquier perversidad. Julius, el adulto, se aparta así de la imposición de su lenguaje y su mirada - que seguro le explicarían de donde procede la maldad, a la que imputar lo peor que en la ciudad nos pasa - para preguntar a la imposición misma. Decide, entonces, atenerse a la experiencia imprevisible que le acaba de suceder. Mientras que Guei, el joven, que solo quería trabajar en su primer empleo, el campesino ingenuo, se tendrá que enfrentar, mas pronto que tarde, al terrible descubrimiento de que el infierno es el mismo
jueves, 30 de junio de 2016
miércoles, 29 de junio de 2016
SOBRE LA INOCENCIA VOLUNTARIA
Lo que caracteriza a un lector que, mediante lo que hace con sus lecturas o su mirada, pretende aprender a parecer inocente, es darle pábulo a su íntima pero poderosa afición, que no es otra que recuperar lo que se fue para siempre y nunca más volverá. Me refiero al paraíso perdido de la infancia, donde la relación que tuvimos con las palabras y, por ende, con el mundo creemos que tan feliz nos hizo. Se debió parecer mucho, es a lo que más podemos aspirar al tratar de “acercarnos” a aquel paraíso, a lo que le sucede a alguien que ha roto definitivamente “toda atadura” con la realidad que le rodea. Ese que convencionalmente conocemos, para entendernos, como un loco. Joan Manuel Serrat ha sido quien mejor lo ha fijado de una forma tan contundente como poética, al llamar a los niños locos bajitos. Si os fijáis - ahora más, si cabe, que está todo manga por hombro - la ciudad abierta está llena de estos pintorescos seres, cada vez más desquiciados y con menos estatura en todo.
Esa esperanza, que es ciega e inútil, se aguanta en el ámbito de la lectura o del audiovisual - a pesar de que la experiencia del paso de los años certifica sin paliativos, por si quedaba alguna duda, que la infancia no volverá - debido a la fe absoluta que ponen la mayoría de los lectores al usar las palabras propias del mundo adulto, en torcer el brazo al destino, haciendo que aquellos años nos parezca que han regresado. Manteniendo esa ilusión contra el viento y la marea a que nos someten, sin piedad, las palabras de los diferentes narradores que nos visitan. El psiquiatra Julius, el último de ellos.
¿Qué leen, por ejemplo, Scout Finch o Holden Caulfield? Es decir, ¿cómo miran y escuchan ese mundo que tanto nos atrae hasta el punto de desear fervientemente aprender a parecer como ellos? Una niña (Matar a un ruiseñor) y un adolescente (El guardián entre en centeno). Dejando aparte todas la teorías de pedagogos y demás ejecutores, honestamente y como lector adulto he de reconocer que no lo sé y, además, sé que no puedo saberlo. Lo que hacen Harper Lee y J. D. Salinger es un brillante ejercicio de imaginación, que es la única herramienta que tenemos para acceder al pasado y al futuro. En términos literales, o de tiempo histórico, sé que el mundo de la infancia y de la adolescencia, ya lo dijimos el día de su lectura, son mundos clausurados, acabados para siempre. Sólo nos queda el mundo en el que vivimos, el mundo adulto. Desde aquí podemos imaginar ese tiempo pasado, pero no creer que lo podemos habitar, sustituyendo a aquel para ahorrarnos las groserías y destemplanzas con que casi siempre nos trata.
Imaginar no es sustituir. Es importante que nos fijemos en este matiz. Imaginar implica una acción, ha de servir para algo, y en alguna dirección. Ha de ser perseverante en la obtención de un sentido para encontrarse con alguien, a quien comunicar lo imaginado. Sustituir es pasivo, significa sentar nuestros reales ahí (frente al libro o la pantalla), apropiarse de ello y quedarse quieto, vigilando para que nadie te eche de tan cómoda conquista. Por eso es tan difícil que al lector adulto - que en el fondo de su alma, día sí día también, quiere volver a ser como un loco bajito - hacerlo comprender que “leer un texto no es una tarea simple. Requiere competencia. Requiere atención, memoria, concentración, capacidad de relación y asociación, visión espacial, cierto dominio léxico y sintáctico de la lengua, conocimiento de los códigos narrativos, paciencia, imaginación, pensamiento lógico, capacidad para formular hipótesis y construir expectativas, tiempo y trabajo. Un texto es un construcción que hay que deconstruir y reconstruir, y eso exige esfuerzo, aunque ello no signifique que esté exento de placer. Leer nos es resolver un crucigrama pero sí es encontrar un sentido. El sentido no es el famoso mensaje del que tanto se habla o, mejor dicho, no es un mensaje que se desprenda de él, sino el mensaje que es. El sentido del texto no es algo que se sobreañada al texto, es, repito, el texto mismo. El texto es la parte invariable de la lectura, su pilar, y el espacio común de todas las lecturas, y el que éstas sean variables y distintas no procede de ninguna cualidad inmanente sino de los diversos factores que se cruzan y entrecruzan durante el proceso de lectura.” (La cena de los notables, de Constantino Bértolo). Hacerlo comprender, en fin, que leer es la actividad más genuina de las personas adultas, y que se parece mucho a la lucha por la vida. La única actividad que cada día hacemos y, en el fondo, la única que podemos hacer. Ya sabéis, solos o acompañados, sobre un papel o sobre la pantalla. O, en definitiva, como lo hace la mayoría, leyendo y escribiendo sobre su conciencia. Pero sin decírselo a nadie.
Julius se podría haber lanzado a pasear por las calles de Nueva York, sino como Holden Cauldfield, si como cualquier periodista o ejecutor, de esos que se creen a pies juntillas su profesión, es decir, de esos que dicen sus palabras como desean oírlas aquellos lectores que quieren aprender a parecer inocentes en la ciudad abierta. Por eso las observaciones cambiantes y desconcertantes de sus paseos nos pueden decepcionar o, sencillamente, no levantarnos ningún tipo de interés. Tal vez porque nos hablan desde la perplejidad que le produce a Julius el descubrimiento de que ya no puede seguir pareciendo inocente, amparado como hasta ese momento por los preceptos y obligaciones de su profesión de psiquiatra. Pérdida que no quiere decir nada más, y nada menos, que de repente el mundo se da la vuelta y nos mira, y nos interpela, y nos hace responsables de estar ahí entre los otros. Y entonces descubrimos lo que el profesor Saito le dice a Julius en el que será su último encuentro, antes de morirse: “La realidad, Julius, es que estamos solos aquí fuera. Puede que sea eso que los profesionales llamáis fantasía suicida, y espero no alarmarte, pero a veces pinto mentalmente un cuadro detallando cómo me gustaría que fuese mi final. Me imagino despidiéndome de Clara y de otras personas que quiero, y después en una casa vacía, tal vez una mansión campesina grande y laberíntica, cerca de las marismas donde crecí: imagino que lleno una bañera, en el piso de arriba, de agua caliente, y pienso en una música, Crescent tal vez, o Ascension, que suena en toda la casa, colma los espacios que no ha ocupado mi soledad y llega hasta la bañera donde estoy, de modo que, cuando resbalo a través de la frontera sin retorno, me acompañan las armonías modales que oigo a los lejos.”
Esa esperanza, que es ciega e inútil, se aguanta en el ámbito de la lectura o del audiovisual - a pesar de que la experiencia del paso de los años certifica sin paliativos, por si quedaba alguna duda, que la infancia no volverá - debido a la fe absoluta que ponen la mayoría de los lectores al usar las palabras propias del mundo adulto, en torcer el brazo al destino, haciendo que aquellos años nos parezca que han regresado. Manteniendo esa ilusión contra el viento y la marea a que nos someten, sin piedad, las palabras de los diferentes narradores que nos visitan. El psiquiatra Julius, el último de ellos.
¿Qué leen, por ejemplo, Scout Finch o Holden Caulfield? Es decir, ¿cómo miran y escuchan ese mundo que tanto nos atrae hasta el punto de desear fervientemente aprender a parecer como ellos? Una niña (Matar a un ruiseñor) y un adolescente (El guardián entre en centeno). Dejando aparte todas la teorías de pedagogos y demás ejecutores, honestamente y como lector adulto he de reconocer que no lo sé y, además, sé que no puedo saberlo. Lo que hacen Harper Lee y J. D. Salinger es un brillante ejercicio de imaginación, que es la única herramienta que tenemos para acceder al pasado y al futuro. En términos literales, o de tiempo histórico, sé que el mundo de la infancia y de la adolescencia, ya lo dijimos el día de su lectura, son mundos clausurados, acabados para siempre. Sólo nos queda el mundo en el que vivimos, el mundo adulto. Desde aquí podemos imaginar ese tiempo pasado, pero no creer que lo podemos habitar, sustituyendo a aquel para ahorrarnos las groserías y destemplanzas con que casi siempre nos trata.
Imaginar no es sustituir. Es importante que nos fijemos en este matiz. Imaginar implica una acción, ha de servir para algo, y en alguna dirección. Ha de ser perseverante en la obtención de un sentido para encontrarse con alguien, a quien comunicar lo imaginado. Sustituir es pasivo, significa sentar nuestros reales ahí (frente al libro o la pantalla), apropiarse de ello y quedarse quieto, vigilando para que nadie te eche de tan cómoda conquista. Por eso es tan difícil que al lector adulto - que en el fondo de su alma, día sí día también, quiere volver a ser como un loco bajito - hacerlo comprender que “leer un texto no es una tarea simple. Requiere competencia. Requiere atención, memoria, concentración, capacidad de relación y asociación, visión espacial, cierto dominio léxico y sintáctico de la lengua, conocimiento de los códigos narrativos, paciencia, imaginación, pensamiento lógico, capacidad para formular hipótesis y construir expectativas, tiempo y trabajo. Un texto es un construcción que hay que deconstruir y reconstruir, y eso exige esfuerzo, aunque ello no signifique que esté exento de placer. Leer nos es resolver un crucigrama pero sí es encontrar un sentido. El sentido no es el famoso mensaje del que tanto se habla o, mejor dicho, no es un mensaje que se desprenda de él, sino el mensaje que es. El sentido del texto no es algo que se sobreañada al texto, es, repito, el texto mismo. El texto es la parte invariable de la lectura, su pilar, y el espacio común de todas las lecturas, y el que éstas sean variables y distintas no procede de ninguna cualidad inmanente sino de los diversos factores que se cruzan y entrecruzan durante el proceso de lectura.” (La cena de los notables, de Constantino Bértolo). Hacerlo comprender, en fin, que leer es la actividad más genuina de las personas adultas, y que se parece mucho a la lucha por la vida. La única actividad que cada día hacemos y, en el fondo, la única que podemos hacer. Ya sabéis, solos o acompañados, sobre un papel o sobre la pantalla. O, en definitiva, como lo hace la mayoría, leyendo y escribiendo sobre su conciencia. Pero sin decírselo a nadie.
Julius se podría haber lanzado a pasear por las calles de Nueva York, sino como Holden Cauldfield, si como cualquier periodista o ejecutor, de esos que se creen a pies juntillas su profesión, es decir, de esos que dicen sus palabras como desean oírlas aquellos lectores que quieren aprender a parecer inocentes en la ciudad abierta. Por eso las observaciones cambiantes y desconcertantes de sus paseos nos pueden decepcionar o, sencillamente, no levantarnos ningún tipo de interés. Tal vez porque nos hablan desde la perplejidad que le produce a Julius el descubrimiento de que ya no puede seguir pareciendo inocente, amparado como hasta ese momento por los preceptos y obligaciones de su profesión de psiquiatra. Pérdida que no quiere decir nada más, y nada menos, que de repente el mundo se da la vuelta y nos mira, y nos interpela, y nos hace responsables de estar ahí entre los otros. Y entonces descubrimos lo que el profesor Saito le dice a Julius en el que será su último encuentro, antes de morirse: “La realidad, Julius, es que estamos solos aquí fuera. Puede que sea eso que los profesionales llamáis fantasía suicida, y espero no alarmarte, pero a veces pinto mentalmente un cuadro detallando cómo me gustaría que fuese mi final. Me imagino despidiéndome de Clara y de otras personas que quiero, y después en una casa vacía, tal vez una mansión campesina grande y laberíntica, cerca de las marismas donde crecí: imagino que lleno una bañera, en el piso de arriba, de agua caliente, y pienso en una música, Crescent tal vez, o Ascension, que suena en toda la casa, colma los espacios que no ha ocupado mi soledad y llega hasta la bañera donde estoy, de modo que, cuando resbalo a través de la frontera sin retorno, me acompañan las armonías modales que oigo a los lejos.”
martes, 28 de junio de 2016
EL TEMOR ANTE LA LECTURA
La lectura, entonces, de "Ciudad abierta" ¿es una lectura más?, teniendo en cuenta la realidad comunmente compartida a la que se refiere: pasear por la ciudad. ¿Quien no lo ha hecho? ¿Quien no ha divagado en sus paseos? Pero, aun así, la pregunta no desfallece en sus propósitos: ¿es una lectura más?
Venía a decir Antonio Machado que: "El ojo que ves no es ojo porque tú lo veas, es ojo porque te mira." Igualmente lo que vemos en el paseo de Julius no vale a nuestros ojos por lo que vemos, sino por lo que el narrador hace para que nos mire. Y ¿qué es lo que ve cuando mira: a alguien atrincherado detrás su comodidad o de sus temores? El paseo de Julius nos devuelve, con efecto retroactivo, lo que no podemos ver cuando paseamos: cómo nos miran los otros paseantes, mientras nosotros simultáneamente los miramos. No esta construido como una copia de nuestros paseos, buscando nuestra satisfacción inmediata en ese reconocimiento. Tiene autonomía propia y lo que suscita es la perplejidad de lector paseante, en cuanto éste abandona su manera de leer sin dudas y sin temores. Perplejidad que no es otra cosa que quedar, sin previo aviso, bajo los auspicios e influencia de lo que está más allá de los límites de nuestro entendimiento, digamos, empírico demostrativo.
Es evidente que frente a esa perplejidad sobrevenida, no cabe insistir en buscar la respuesta dentro del ámbito de esa forma de entendimiento. Ahora bien, una vez aceptada aquella, que es lo mismo que aceptar el límite de como miramos normalmente, la perplejidad misma nos estimula la imaginación como única manera de romper esa barrera, para que el lector puede encontrarse con lo que le dice Julius. Personaje que, a su vez, no tiene empacho en mostrar su perplejidad ante lo que va descubriendo y sintiendo. Y que lo transmite al lector mediante un despliegue imaginativo y sugerente que da cuenta de lo que hasta ahora estaba oculto, pero que a partir del mismo momento de escribirlo será para él algo ya inexorable.
Por lo tanto, y volviendo al principio, la lectura de “Ciudad abierta” no es una lectura más en tanto en cuanto debemos activar, para penetrar en ella como hace Julius, todo el potencial del lado más fuerte, menos indolente y cobarde de nuestra imaginación. No es una lectura cualquiera porque no desarrolla lo que de mimético pueda haber en todos los paseos que hacemos por la ciudad, sino que muestra, mediante la experiencia de Julius, lo irrepetiblemente sensible que hay en la de cada lector paseante.
Convengamos que esto es lo que tenemos que aprender mientras leemos y miramos
Venía a decir Antonio Machado que: "El ojo que ves no es ojo porque tú lo veas, es ojo porque te mira." Igualmente lo que vemos en el paseo de Julius no vale a nuestros ojos por lo que vemos, sino por lo que el narrador hace para que nos mire. Y ¿qué es lo que ve cuando mira: a alguien atrincherado detrás su comodidad o de sus temores? El paseo de Julius nos devuelve, con efecto retroactivo, lo que no podemos ver cuando paseamos: cómo nos miran los otros paseantes, mientras nosotros simultáneamente los miramos. No esta construido como una copia de nuestros paseos, buscando nuestra satisfacción inmediata en ese reconocimiento. Tiene autonomía propia y lo que suscita es la perplejidad de lector paseante, en cuanto éste abandona su manera de leer sin dudas y sin temores. Perplejidad que no es otra cosa que quedar, sin previo aviso, bajo los auspicios e influencia de lo que está más allá de los límites de nuestro entendimiento, digamos, empírico demostrativo.
Es evidente que frente a esa perplejidad sobrevenida, no cabe insistir en buscar la respuesta dentro del ámbito de esa forma de entendimiento. Ahora bien, una vez aceptada aquella, que es lo mismo que aceptar el límite de como miramos normalmente, la perplejidad misma nos estimula la imaginación como única manera de romper esa barrera, para que el lector puede encontrarse con lo que le dice Julius. Personaje que, a su vez, no tiene empacho en mostrar su perplejidad ante lo que va descubriendo y sintiendo. Y que lo transmite al lector mediante un despliegue imaginativo y sugerente que da cuenta de lo que hasta ahora estaba oculto, pero que a partir del mismo momento de escribirlo será para él algo ya inexorable.
Por lo tanto, y volviendo al principio, la lectura de “Ciudad abierta” no es una lectura más en tanto en cuanto debemos activar, para penetrar en ella como hace Julius, todo el potencial del lado más fuerte, menos indolente y cobarde de nuestra imaginación. No es una lectura cualquiera porque no desarrolla lo que de mimético pueda haber en todos los paseos que hacemos por la ciudad, sino que muestra, mediante la experiencia de Julius, lo irrepetiblemente sensible que hay en la de cada lector paseante.
Convengamos que esto es lo que tenemos que aprender mientras leemos y miramos
miércoles, 22 de junio de 2016
LA DISCONTINUIDAD DE LA VIDA
“Experimentamos la vida como un continuo y sólo una vez que declina, una vez que se vuelve pasado, vemos las discontinuidades. El pasado, si existe, es sobre todo espacio vacío, grandes extensiones de nada en las cuales flotan personas y acontecimientos significativos. Así era Nigeria para mí: algo mayormente olvidado salvo por algunas cosas que recordaba con una intensidad desmedida. Cosas que se habían solidificado en mi mente a fuerza de reiteración: ciertas caras, ciertas conversaciones que, tomadas en conjunto, representaban una versión segura del pasado que yo venía construyendo desde 1992. Pero había otro sentimiento de las cosas pasadas, una irrupción. El reencuentro repentino en el presente con algo o alguien largo tiempo olvidados, una parte de mí que había relegado a la infancia y a África”.
Esto que dice Julius antes de encontrase con una antigua amiga de su infancia nigeriana, Moji Kasali, me lleva a pensar si ya habéis digerido, y cómo, la anécdota del niño que ataba las cosas de su casa para que no se fueran, ya que había perdido a su madre. Y si no la queréis digerir, por qué. Y si se os ha atragantado, también, por qué. Julius también sufre con sus pérdidas: su novia Nadège, el profesor Saito, su abuela... Y la palabra dolor aparece con frecuencia en lo que dice mientras pasea. Parece fácil restañar ese sufrimiento, pero no lo es. Sobre todo si somos adultos educados bajo los auspicios de una concepción del tiempo lineal y teleológico: el hoy es antes del ayer y previo al mañana, y todo eso esta unido por un hilo invisible de finalidad hacia algún sitio de plenitud. El paseo le confirma a Julius la ruptura irreversible de esa visión, sustanciada en su caso por la profesión de psiquiatra, mediante la cual los males de sus pacientes son perfectamente localizables y, por tanto, de una u otra manera solucionables. Fijaros lo que le preocupa de su profesión cuando vuelve de Bruselas: que ha vulnerado un pacto no escrito, disfrutando las cuatro semanas enteras de sus vacaciones. Solo eso significa ahora para él ser psiquiatra. Rota esa continuidad, fuera ya de la protección de la cuatros paredes del hospital Julius se ha convertido en un hombre, digamos, sin atributos. Y su conducta no es muy diferente a la del niño para imaginar su pasado. Es decir, para recordar su futuro.
A nadie se le ocurre hablar así, digamos, en una reunión social, por miedo a que lo califiquen cuanto menos de extraviado. Pero ninguno de los presentes en esa supuesta reunión podrá asegurar que presenció la creación divina, ni tampoco la evolución de las especies. Dos productos de la imaginación humana que justifican y defienden, cada una a su manera, la continuidad de los hechos de la vida y su finalidad. La religiosa y la científica. Creación ex nihilo. Observación detallada etapa por etapa y contrastación rigurosa de datos. Mirada de dios. Mirada del hombre. El primero un ser perfecto dueño de una obra imperfecta. El segundo un ser imperfecto iluso aspirante a una obra perfecta. ¿Existe una fe duradera y una razón suficiente que nos hagan ser capaces de confiar en ellos?
Me imagino a Julius razonando así a mi lado, mientras paseamos juntos pensando en nuestras pérdidas irreparables. Tanto la visión religiosa como la científica, al fin y al cabo, solo persiguen la felicidad para el ser humano. Una en el cielo, la otra en la tierra. Esa indudable estafa es la que mejor responde a la pregunta anterior. Solo nos quedan, por tanto, los restos del naufragio. Y la mirada fragmentada del paseante sobre esos pecios, con todo el pasado por detrás. Y la habilidad costurera del niño, con todo el futuro por delante. Deambulando, enredándose uno en el otro, dentro de la sopa de signos e incertidumbres del presente, en la Ciudad abierta.
Julius lo dice de esta forma tan hermosamente precisa en su ambigüedad: “Ahora de pie en una pequeña farmacia - me refiero a la escena en que trata de sacar dinero de una cajero automático para pagar a Parrish, el contable de sus impuestos, y reconoce que se le ha olvidado el número del código de su tarjeta - situada en la esquina de Water Street y Wall Street, con la mente en blanco, era presa de un trastorno nervioso, ésta fue la expresión que se me ocurrió, como si me hubiera convertido en un personaje menor de Jane Austen. El súbito desfallecimiento mental, pensé (mientras la máquina preguntaba si quería probar de nuevo, y yo lo hacía y fracasaba una vez más), provenía de una versión simplificada del yo, una zona de simplicidad allí donde antes las cosas habían sido mas robustas. Sin traicionar la verdad, lo mismo podía aplicarse a una pierna rota: de pronto disminuido, uno caminaba sin entender del todo en qué consistía caminar”.
Esto que dice Julius antes de encontrase con una antigua amiga de su infancia nigeriana, Moji Kasali, me lleva a pensar si ya habéis digerido, y cómo, la anécdota del niño que ataba las cosas de su casa para que no se fueran, ya que había perdido a su madre. Y si no la queréis digerir, por qué. Y si se os ha atragantado, también, por qué. Julius también sufre con sus pérdidas: su novia Nadège, el profesor Saito, su abuela... Y la palabra dolor aparece con frecuencia en lo que dice mientras pasea. Parece fácil restañar ese sufrimiento, pero no lo es. Sobre todo si somos adultos educados bajo los auspicios de una concepción del tiempo lineal y teleológico: el hoy es antes del ayer y previo al mañana, y todo eso esta unido por un hilo invisible de finalidad hacia algún sitio de plenitud. El paseo le confirma a Julius la ruptura irreversible de esa visión, sustanciada en su caso por la profesión de psiquiatra, mediante la cual los males de sus pacientes son perfectamente localizables y, por tanto, de una u otra manera solucionables. Fijaros lo que le preocupa de su profesión cuando vuelve de Bruselas: que ha vulnerado un pacto no escrito, disfrutando las cuatro semanas enteras de sus vacaciones. Solo eso significa ahora para él ser psiquiatra. Rota esa continuidad, fuera ya de la protección de la cuatros paredes del hospital Julius se ha convertido en un hombre, digamos, sin atributos. Y su conducta no es muy diferente a la del niño para imaginar su pasado. Es decir, para recordar su futuro.
A nadie se le ocurre hablar así, digamos, en una reunión social, por miedo a que lo califiquen cuanto menos de extraviado. Pero ninguno de los presentes en esa supuesta reunión podrá asegurar que presenció la creación divina, ni tampoco la evolución de las especies. Dos productos de la imaginación humana que justifican y defienden, cada una a su manera, la continuidad de los hechos de la vida y su finalidad. La religiosa y la científica. Creación ex nihilo. Observación detallada etapa por etapa y contrastación rigurosa de datos. Mirada de dios. Mirada del hombre. El primero un ser perfecto dueño de una obra imperfecta. El segundo un ser imperfecto iluso aspirante a una obra perfecta. ¿Existe una fe duradera y una razón suficiente que nos hagan ser capaces de confiar en ellos?
Me imagino a Julius razonando así a mi lado, mientras paseamos juntos pensando en nuestras pérdidas irreparables. Tanto la visión religiosa como la científica, al fin y al cabo, solo persiguen la felicidad para el ser humano. Una en el cielo, la otra en la tierra. Esa indudable estafa es la que mejor responde a la pregunta anterior. Solo nos quedan, por tanto, los restos del naufragio. Y la mirada fragmentada del paseante sobre esos pecios, con todo el pasado por detrás. Y la habilidad costurera del niño, con todo el futuro por delante. Deambulando, enredándose uno en el otro, dentro de la sopa de signos e incertidumbres del presente, en la Ciudad abierta.
Julius lo dice de esta forma tan hermosamente precisa en su ambigüedad: “Ahora de pie en una pequeña farmacia - me refiero a la escena en que trata de sacar dinero de una cajero automático para pagar a Parrish, el contable de sus impuestos, y reconoce que se le ha olvidado el número del código de su tarjeta - situada en la esquina de Water Street y Wall Street, con la mente en blanco, era presa de un trastorno nervioso, ésta fue la expresión que se me ocurrió, como si me hubiera convertido en un personaje menor de Jane Austen. El súbito desfallecimiento mental, pensé (mientras la máquina preguntaba si quería probar de nuevo, y yo lo hacía y fracasaba una vez más), provenía de una versión simplificada del yo, una zona de simplicidad allí donde antes las cosas habían sido mas robustas. Sin traicionar la verdad, lo mismo podía aplicarse a una pierna rota: de pronto disminuido, uno caminaba sin entender del todo en qué consistía caminar”.
martes, 21 de junio de 2016
LO QUE TIENE QUE DESAPRENDER UN EXPERTO
Hace ya muchos años tuve un día un enfrentamiento con un experto - entendido no tanto como alguien vinculado a una profesión concreta como a una actitud, desafiante me atrevería a decir, en el trato habitual con la vida, en una sociedad donde todo el mundo tiene acceso a la información y asegurado por ley el derecho de opinión - que me abrió los ojos para siempre sobre este asunto de la relación de los expertos con la literatura, y con la acción creativa en general. Valga decir que la cosa ha ido a peor desde entonces.
Estábamos discutiendo sobre la lectura de "Cumbres borrascosas", de Emily Brönte. Básicamente el experto en cuestión estuvo empeñado en recluir el relato de Brönte, abigarrado, telúrico, místico, en el ámbito de su lenguaje de experto, y cocinarlo allí dentro hasta convertirlo en una especia de ecuación de segundo grado social con inclusión aleatoria de alguna que otra derivada psicológica. Quería convertir todo aquel mundo ambiguo e irresoluble, sólo sensible por si mismo, en un problema físico-matemático. Y darle la solución definitiva, faltaría más. Utilizo la locución problema físico-matemático no de forma literal, sino con un significado más bien imaginario, para tratar de expresar esa línea de pensamiento hoy dominante que consiste en cuantificar la realidad, en reducir cualquier descripción del mundo a descripción física-matemática y considerar cualquier otra posibilidad de descripción del mundo como subjetiva, inapropiada para el análisis e incluso carente de información adecuada de la realidad. Aquel hombre quería traducir a conceptos mensurables todo lo que hay de poesía en la obra de Brönte, eliminando la ambigüedad a costa de un menosprecio esencial de la sugerencia. Quería sacrificar la fuerza de los sentimientos y del poderoso sentido allí mostrados, a costa de apropiarse de ellos con su entendimiento de experto. Yo se de que va esto, dijo en el momento de máxima tensión del debate. Y usted, se dirigió a mi señalándome con el dedo índice, no es nadie para refutarme. Después de unos breves segundos de silencio, previos a la explosión definitiva, le contesté: del mundo de Brönte usted no sabe nada. No lo digo yo, que efectivamente no soy nadie, se lo dicen los narradores de “Cumbres borrascosas”. Lo que si le digo yo es que usted como experto no piensa, redacta. Lo cual no tiene porque ser inevitable. Luego se acercó, y con los ojos fuera de las órbitas y a punto de que se le reventaran las venas de las sienes, me llamo mal educado. Le dije que mal educado no, nunca soy mal educado hablando sobre literatura. En todo caso nada complaciente con su pretensión de adueñarse de un mundo como el de Emily Brönte, que usted solo entiende como si estuviera tasando cualquier habitat humano. De adueñarse de él simplemente porque esta ahí, porque lo puede hacer y lo hace. Porque usted se cree que lo sabe todo. Se levantó y se marchó. Nunca mas volví a verlo.
Lo cuento ahora como algo cómico, pero les puedo asegurar que bregar con aquel experto en una tertulia literaria fue de las experiencias mas agrias que he tenido. Tipo duro y espabilado aquel individuo. Aunque lo que le dije entonces continua vigente: del mundo de Brönte, del lenguaje poético en general, ustedes los expertos no saben nada. Ya que ciertamente lo que sabe un experto, haciendo uso de su lenguaje de experto, "no le sirve de nada" cuando se enfrenta a la lectura literaria.
Como decía en la anterior entrada todos somos expertos en algo, esas habilidades mínimas que nos sirven para mantenernos vivos en un ambiente casi siempre hostil. Podemos convenir, decía también, que mi lenguaje de experto sirve para ganarme la vida y el de la literatura, el lenguaje poético, sirve para ganarme mi vida. Desaprender ese lenguaje con que nos ganamos la vida es lo que mas nos cuesta. Lo que mas escuece a la vanidad del experto, cuando se enfrenta al lenguaje poético. Pero para aprender a leer poéticamente, es un requisito inevitable: desaprender todo lo que hemos aprendido con ese lenguaje de expertos, "hasta llegar a ser como un niño".
Vuelvo a dejar aquí, para tratar de explicar esta descomunal paradoja, la anécdota que un día me contaron. Vaya por delante que me costó lo suyo digerirla. Dice así: "Eramos entonces una matrimonio joven. Mi mujer un día se mató en un accidente de coche. Teníamos un hijo de tres años. Y este niño, después del accidente, después de perder a su madre, se dedicó a atar cosas. Al principio cogía cuerdas o cordones de los zapatos y con ellos ataba, por ejemplo, un bolígrafo y la lámpara. Después empezó a coger cuerdas más largas y empezó a atar el bolígrafo y la lámpara, con la pata de la mesa. Después la pata de la mesa con el televisor, etc. Así empezó a llenar la casa de un montón de cosas atadas entre sí. Para él se convirtió en una obsesión: vivía en una casa donde todo estaba atado y bien atado. Al principio no hice nada porque pensé que aquello era una reacción a algo que ignoraba. Hasta que descubrí que el niño ataba las cosas para no perderlas: había perdido algo muy importante para él, había decidido atar todas las cosas para que no se marcharan".
¿Qué hace Julius? Como ese niño "ir atando" lo que descubre en sus paseos para que no se marche, para no perderlo. Por ejemplo, cuando se encuentra con el joven liberiano o con el que le limpia inopinadamente los zapatos. Cuando habla de sus pacientes del hospital. Cuando habla de su madre y su padre. Cuando va a visitar a su abuela, etc. Podemos intuir lo que como experto sabe. Sabemos que podría hacer un informe, o siete. Emitir un diagnóstico sobre lo que observa. Pero no hace nada de lo que se espera de un experto en psiquiatría, especializado en los problemas afectivos de personas adultas. No escribe, para entendernos, como lo hace Luis Rojas Marcos (jefe del departamento de salud mental de la ciudad de Nueva York) en su libros divulgativos. El lenguaje que leemos es contenido, distante, nacido de la perplejidad y de la prudencia, de la humildad, al reconocer lo poco que le vale su lenguaje de psiquiatra para dar cuenta de lo que está descubriendo, de lo que esta sintiendo en sus paseos. Es como si, de repente, hubiera perdido ese lenguaje de experto y anduviera a tientas, esbozando los fragmentos que encuentra. Por eso camina muy atento, fijándose en todo, sin dar nada por conocido del todo, como si fuera su primer paseo por la ciudad. Ni por asomo con sus palabras se le ocurre insinuar: yo se de que va esto. Al contrario que el lector de la anécdota que os he contado al principio. Sencillamente, Julius siente la necesidad de mirar de otra manera, porque lo inaudito ha irrumpido en una realidad que él creía conocer de sobra. Y lo ha desconcertado. Necesita, en consecuencia, hacer un uso distinto del lenguaje, de su palabras. Otorgarles un nuevo sentido ¿Alcanzan y atraviesan la conciencia o el alma del lector estas preocupaciones de Julius? ¿Por qué y de qué manera? Esa será la medida de lo que de si su lectura.
Estábamos discutiendo sobre la lectura de "Cumbres borrascosas", de Emily Brönte. Básicamente el experto en cuestión estuvo empeñado en recluir el relato de Brönte, abigarrado, telúrico, místico, en el ámbito de su lenguaje de experto, y cocinarlo allí dentro hasta convertirlo en una especia de ecuación de segundo grado social con inclusión aleatoria de alguna que otra derivada psicológica. Quería convertir todo aquel mundo ambiguo e irresoluble, sólo sensible por si mismo, en un problema físico-matemático. Y darle la solución definitiva, faltaría más. Utilizo la locución problema físico-matemático no de forma literal, sino con un significado más bien imaginario, para tratar de expresar esa línea de pensamiento hoy dominante que consiste en cuantificar la realidad, en reducir cualquier descripción del mundo a descripción física-matemática y considerar cualquier otra posibilidad de descripción del mundo como subjetiva, inapropiada para el análisis e incluso carente de información adecuada de la realidad. Aquel hombre quería traducir a conceptos mensurables todo lo que hay de poesía en la obra de Brönte, eliminando la ambigüedad a costa de un menosprecio esencial de la sugerencia. Quería sacrificar la fuerza de los sentimientos y del poderoso sentido allí mostrados, a costa de apropiarse de ellos con su entendimiento de experto. Yo se de que va esto, dijo en el momento de máxima tensión del debate. Y usted, se dirigió a mi señalándome con el dedo índice, no es nadie para refutarme. Después de unos breves segundos de silencio, previos a la explosión definitiva, le contesté: del mundo de Brönte usted no sabe nada. No lo digo yo, que efectivamente no soy nadie, se lo dicen los narradores de “Cumbres borrascosas”. Lo que si le digo yo es que usted como experto no piensa, redacta. Lo cual no tiene porque ser inevitable. Luego se acercó, y con los ojos fuera de las órbitas y a punto de que se le reventaran las venas de las sienes, me llamo mal educado. Le dije que mal educado no, nunca soy mal educado hablando sobre literatura. En todo caso nada complaciente con su pretensión de adueñarse de un mundo como el de Emily Brönte, que usted solo entiende como si estuviera tasando cualquier habitat humano. De adueñarse de él simplemente porque esta ahí, porque lo puede hacer y lo hace. Porque usted se cree que lo sabe todo. Se levantó y se marchó. Nunca mas volví a verlo.
Lo cuento ahora como algo cómico, pero les puedo asegurar que bregar con aquel experto en una tertulia literaria fue de las experiencias mas agrias que he tenido. Tipo duro y espabilado aquel individuo. Aunque lo que le dije entonces continua vigente: del mundo de Brönte, del lenguaje poético en general, ustedes los expertos no saben nada. Ya que ciertamente lo que sabe un experto, haciendo uso de su lenguaje de experto, "no le sirve de nada" cuando se enfrenta a la lectura literaria.
Como decía en la anterior entrada todos somos expertos en algo, esas habilidades mínimas que nos sirven para mantenernos vivos en un ambiente casi siempre hostil. Podemos convenir, decía también, que mi lenguaje de experto sirve para ganarme la vida y el de la literatura, el lenguaje poético, sirve para ganarme mi vida. Desaprender ese lenguaje con que nos ganamos la vida es lo que mas nos cuesta. Lo que mas escuece a la vanidad del experto, cuando se enfrenta al lenguaje poético. Pero para aprender a leer poéticamente, es un requisito inevitable: desaprender todo lo que hemos aprendido con ese lenguaje de expertos, "hasta llegar a ser como un niño".
Vuelvo a dejar aquí, para tratar de explicar esta descomunal paradoja, la anécdota que un día me contaron. Vaya por delante que me costó lo suyo digerirla. Dice así: "Eramos entonces una matrimonio joven. Mi mujer un día se mató en un accidente de coche. Teníamos un hijo de tres años. Y este niño, después del accidente, después de perder a su madre, se dedicó a atar cosas. Al principio cogía cuerdas o cordones de los zapatos y con ellos ataba, por ejemplo, un bolígrafo y la lámpara. Después empezó a coger cuerdas más largas y empezó a atar el bolígrafo y la lámpara, con la pata de la mesa. Después la pata de la mesa con el televisor, etc. Así empezó a llenar la casa de un montón de cosas atadas entre sí. Para él se convirtió en una obsesión: vivía en una casa donde todo estaba atado y bien atado. Al principio no hice nada porque pensé que aquello era una reacción a algo que ignoraba. Hasta que descubrí que el niño ataba las cosas para no perderlas: había perdido algo muy importante para él, había decidido atar todas las cosas para que no se marcharan".
¿Qué hace Julius? Como ese niño "ir atando" lo que descubre en sus paseos para que no se marche, para no perderlo. Por ejemplo, cuando se encuentra con el joven liberiano o con el que le limpia inopinadamente los zapatos. Cuando habla de sus pacientes del hospital. Cuando habla de su madre y su padre. Cuando va a visitar a su abuela, etc. Podemos intuir lo que como experto sabe. Sabemos que podría hacer un informe, o siete. Emitir un diagnóstico sobre lo que observa. Pero no hace nada de lo que se espera de un experto en psiquiatría, especializado en los problemas afectivos de personas adultas. No escribe, para entendernos, como lo hace Luis Rojas Marcos (jefe del departamento de salud mental de la ciudad de Nueva York) en su libros divulgativos. El lenguaje que leemos es contenido, distante, nacido de la perplejidad y de la prudencia, de la humildad, al reconocer lo poco que le vale su lenguaje de psiquiatra para dar cuenta de lo que está descubriendo, de lo que esta sintiendo en sus paseos. Es como si, de repente, hubiera perdido ese lenguaje de experto y anduviera a tientas, esbozando los fragmentos que encuentra. Por eso camina muy atento, fijándose en todo, sin dar nada por conocido del todo, como si fuera su primer paseo por la ciudad. Ni por asomo con sus palabras se le ocurre insinuar: yo se de que va esto. Al contrario que el lector de la anécdota que os he contado al principio. Sencillamente, Julius siente la necesidad de mirar de otra manera, porque lo inaudito ha irrumpido en una realidad que él creía conocer de sobra. Y lo ha desconcertado. Necesita, en consecuencia, hacer un uso distinto del lenguaje, de su palabras. Otorgarles un nuevo sentido ¿Alcanzan y atraviesan la conciencia o el alma del lector estas preocupaciones de Julius? ¿Por qué y de qué manera? Esa será la medida de lo que de si su lectura.
sábado, 18 de junio de 2016
EL EXPERTO JULIUS EN LA "CIUDAD ABIERTA"
Todos somos expertos de algo y a nuestra mirada, cuando salimos a pasear, o cuando hacemos lo que hacemos, le cuesta desprenderse de ese hábito. Somos expertos de eso con que nos ganamos la vida, que es lo que mas nos preocupa y nos ocupa. Hay expertos en enseñanza y en sociología, expertos en orden público, expertos comerciales y en servicios públicos, expertos en arquitectura, economía, antropología, psicología, música, gerencia empresarial, historia, física. Expertos que intentan leer literatura con su lenguaje de expertos. Primordial y único problema que tenemos, y que seguimos sin resolver. Y ahora tenemos a Julius, experto en psiquiatria.
Pero, ¿cómo se comporta la mirada de un experto? Básicamente, como dice Barry Lopez, recluyéndose hacia el interior de su intelecto. Refugiándose ahí dentro de las groserías de la realidad. Un experto no mira hacia los confines de lo que hay fuera de su intelecto. Así el experto lleva a esas hondonadas de su pensamiento al alumno, al desahuciado social, al delincuente, al cliente, al pobre, al usuario de biblioteca, etc. Y se lo "come" allí dentro. Luego regurgita en forma de informes o de balances la digestión, y lo ofrece a la sociedad como el diágnostico de la verdad verdadera. Hasta nueva orden. En esas estamos. Y el mundo exterior, infinitamente mas grande e insondable que ese pequeño mundo interior y "autista" del experto, ¿qué ha hecho mientras tanto? Seguir dando vueltas, a lo suyo, indiferente a nuestros solipsismos.
¿Seremos capaces de discernir qué hacemos al comportarnos así? ¿Cómo es el pensamiento que acompaña a nuestras actuaciones laborales de cada día, y cómo y de que manera se apropia de nuestro "tiempo de ocio"? ¿Seremos capaces de vernos dentro de esa "jaula intangible"? Será difícil que, sin esa reflexión previa, podamos seguir y entender, al fin, el vagabundeo de Julius. Que no pasea para darse un respiro en su forma de ganarse la vida, trabajando de experto en el hospital sobre los desarreglos afectivos de las personas adultas. Sino que pasea, y escribe tiempo después para entender la experiencia de su paseo. Recordar como empieza su libro: "y así cuando en el otoño pasado empecé a dar largos paseos vespertinos..." Escribe para ganarse su vida. Observar como cuenta los encuentros con Saidu el emigrante liberiano y Pierre el limpiabotas. Pérdidas afectivas y dolor a espuertas. Pero Julius ya no es un psiquiatra, ya no mira como un experto. ¿Seremos capaces de entender, al fin, la diferencia que hay entre "ganarme la vida y ganarme mi vida"? Este es el valor de uso fundamental, pienso yo, que tiene la lectura de "Ciudad abierta".
Pero, ¿cómo se comporta la mirada de un experto? Básicamente, como dice Barry Lopez, recluyéndose hacia el interior de su intelecto. Refugiándose ahí dentro de las groserías de la realidad. Un experto no mira hacia los confines de lo que hay fuera de su intelecto. Así el experto lleva a esas hondonadas de su pensamiento al alumno, al desahuciado social, al delincuente, al cliente, al pobre, al usuario de biblioteca, etc. Y se lo "come" allí dentro. Luego regurgita en forma de informes o de balances la digestión, y lo ofrece a la sociedad como el diágnostico de la verdad verdadera. Hasta nueva orden. En esas estamos. Y el mundo exterior, infinitamente mas grande e insondable que ese pequeño mundo interior y "autista" del experto, ¿qué ha hecho mientras tanto? Seguir dando vueltas, a lo suyo, indiferente a nuestros solipsismos.
¿Seremos capaces de discernir qué hacemos al comportarnos así? ¿Cómo es el pensamiento que acompaña a nuestras actuaciones laborales de cada día, y cómo y de que manera se apropia de nuestro "tiempo de ocio"? ¿Seremos capaces de vernos dentro de esa "jaula intangible"? Será difícil que, sin esa reflexión previa, podamos seguir y entender, al fin, el vagabundeo de Julius. Que no pasea para darse un respiro en su forma de ganarse la vida, trabajando de experto en el hospital sobre los desarreglos afectivos de las personas adultas. Sino que pasea, y escribe tiempo después para entender la experiencia de su paseo. Recordar como empieza su libro: "y así cuando en el otoño pasado empecé a dar largos paseos vespertinos..." Escribe para ganarse su vida. Observar como cuenta los encuentros con Saidu el emigrante liberiano y Pierre el limpiabotas. Pérdidas afectivas y dolor a espuertas. Pero Julius ya no es un psiquiatra, ya no mira como un experto. ¿Seremos capaces de entender, al fin, la diferencia que hay entre "ganarme la vida y ganarme mi vida"? Este es el valor de uso fundamental, pienso yo, que tiene la lectura de "Ciudad abierta".
viernes, 17 de junio de 2016
PRESENCIA Y POÉTICA EN LA "CIUDAD ABIERTA"
Como casi todas las grandes novedades, todo empieza con la observación de unos hechos que llaman la atención, en razón de que chocan con una creencia establecida. La novedad en el narrador de “Ciudad abierta”, no reside en que pasea en los momentos que su trabajo en el hospital se lo permite. Eso lo hace cualquiera. La novedad se encuentra en que aquello que observa, mejor dicho, en que la manera que pone el foco de su mirada sobre aquello que lo llama la atención, sin previo aviso, le empieza a parecer de mucho mas interés que lo que hasta ese momento venía siendo su exclusiva creencia: el trabajo en el hospital. Un interés, que en el caso de ese trabajo, no trasciende nunca el ámbito de la presencia: todo lo que lo atrae está entre aquellas cuatro paredes, y está bien como está. Sustancialmente no necesitaba modificarlo. Como esas ideas que nos acompañan durante toda la vida, siendo motivo de nuestro orgullo ante los demás, sin darnos cuenta de que es el grillete el que aprieta: “fíjate bien, pienso como cuando tenía veinte años, no como tú que siempre has sido un errático”. En cambio, lo que ahora le conmociona a Julius en sus paseos por la ciudad, siente que no le vale como lo ve, no le vale su mera presencia, como le ocurre en el hospital. Necesita representarlo. Necesita escribir. Y lo hace. El libro que tenemos entre las manos es la prueba fehaciente. Aquí radica, al fin, la verdadera novedad de su nueva experiencia de paseante, frente a la de psiquiatra. Necesita separar la presencia de lo que ve de su representación poética. Al igual que el pintor necesita registrar en una tela la presencia del caballo que ve cada mañana al levantarse. No le vale solo con observarlo. Al igual que yo necesito escribir sobre lo que leo. No me vale solo con leer el libro.
Esta es la primera parte del misterio de esta creación literaria de Julius, y de la creación en general. Queda por dilucidar si la otra parte del misterio, los demás lectores, sólo tienen la necesidad de fijarse en la presencia de lo que todos ellos leen por igual (argumento), o su necesidad los lleva a sumergirse de lleno en la poética que destila lo que cada uno de ellos ve y siente de forma irrepetible. De otra manera, lo que quiero decir es que sin saber nada del narrador los demás lectores aceptan al unísono lo que dice con total normalidad (o sea, ni lo ven ni lo escuchan), o cada cual hace de las preguntas respecto a lo que le dice Julius la verdadera guía y la única razón de ser del itinerario ondulante, y complejo, de su lectura. Y, claro está, si sólo les vale con eso.
Esta es la primera parte del misterio de esta creación literaria de Julius, y de la creación en general. Queda por dilucidar si la otra parte del misterio, los demás lectores, sólo tienen la necesidad de fijarse en la presencia de lo que todos ellos leen por igual (argumento), o su necesidad los lleva a sumergirse de lleno en la poética que destila lo que cada uno de ellos ve y siente de forma irrepetible. De otra manera, lo que quiero decir es que sin saber nada del narrador los demás lectores aceptan al unísono lo que dice con total normalidad (o sea, ni lo ven ni lo escuchan), o cada cual hace de las preguntas respecto a lo que le dice Julius la verdadera guía y la única razón de ser del itinerario ondulante, y complejo, de su lectura. Y, claro está, si sólo les vale con eso.
jueves, 16 de junio de 2016
TIEMPO DE EXPERTOS Y EJECUTORES EN LA "CIUDAD ABIERTA"
Me voy convenciendo que el narrador Julius es uno de esos expertos que ocupan hoy todos los despachos de las ciudades abiertas. Que siempre andan metidos en proyectos y en programas para arreglar los males del mundo. O para empeorar lo que en él hay de bueno y está bien hecho. Pero que ni los unos ni los otros alcanzan a percibir cual es el latido de la ciudad donde trabajan. Que pueden trabajar pared con pared o donde el techo de los de abajo es el suelo de los de arriba. Tanto es así, por ejemplo, que desde alguno de esos guangos están pergeñando un programa de regeneración lectora, ahora que las encuestas dicen que los adultos de estos pagos son los peores lectores del continente europeo. Ya ven.
Estaba siguiendo a Julius, decía, en el momento en que muestra su asombro frente a la maratón de Nueva York:
“Yo no lo sabía. Me desconcertó ver frente a las torres de cristal la plaza redonda desbordada de gente, una multitud enorme, expectante, que se apretaba cerca de la meta de la carretera. Desde la plaza, bordeando la calle, la muchedumbre también se prolongaba hacia el este. Mas cerca del oeste había una carpa donde dos hombres afinaban sus guitarras, llamando y respondiendo cada uno a las plateadas notas del instrumento amplificado del otro. (...) Para escapar del bullicio, que al parecer iba en aumento, decidí entrar en el centro comercial. Aparte de los locales de Hugo Boos y Armani, en la segunda planta había una librería. Tal vez allí dentro, pensé, pudiera encontrar cierto silencio y tomar una taza de café antes de volver a casa. Pero en la entrada se agolpaba parte de la multitud que había rebasado la calle y los cordones impedían entrar en la torre.
Cambié de idea y resolví visitar entonces a un viejo profesor mío que vivía en un apartamento de Central Park South, a menos de diez minutos a pie. A sus ochenta y nueve años era la persona mas anciana que conocía. (...) Algo que debió ver en mí le hizo pensar que confiarme su selecto tema de estudio (literatura inglesa temprana) no sería un desperdicio. En ese sentido yo fui un fiasco, pero, puesto que él tenía buen corazón, me invitó, aun después de que yo no lograse una nota decente en sus seminario de literatura inglesa anterior a Shakespeare, a reunirnos varias veces en su despacho”.
Inducido, tal vez, por el vagabundeo de Julius, mientras él se acercaba a la casa del profesor Saito, yo me acerqué a un libro que había ojeado hace unos días, “Sueños árticos” de Barry López, también de Nueva York, y posible conocido de Julius. Me fui hacia él porque, observando como le afecta a Julius su deambular, me acordé de uno de sus capítulos, para mi memorable, titulado "Hielo y luz", cuando reflexiona sobre la historia de las expediciones, comparando esas ambiciones ancestrales y su enfrentamiento con una realidad precisa con la filosofía que mantiene nuestro tiempo actual. El centro del mundo bullicioso y desnortado, y su periferia septentrional helada, cobraron una rara proximidad y entendimiento en mi alma. En ese capítulo, López dice de modo bastante lúcido lo siguiente:
"La visión convencional actual considera que el hombre europeo ha avanzado a pasos de gigante desde la época de las catedrales. Ha aterrizado en la Luna. Ha conseguido curar la viruela. Ha logrado controlar la energía del átomo. Pero también podría proponerse la perspectiva contraria, a saber, que en un lapso de nueve siglos lo único que ha conseguido el hombre europeo es una mayor complejidad en la manipulación de los materiales, una más asombrosa exhibición de su capacidad de comprender los principios físicos de la materia. Que nos quedamos deslumbrados ante meros estilos de expresión. Que no vivimos una época mística, sino un tiempo de expertos destacados, de ejecutores. Que la construcción de las catedrales fue el último avance visionario del hombre europeo, antes de recluirse otra vez en los confines del intelecto.
Entre las ciencias actuales, sólo la física cuántica parece haber recuperado una relación equitativa con las metáforas, esos instrumentos básicos de la imaginación. Las demás ciencias se hallan ligadas, a veces, al análisis racional, o se muestran tan recelosas de la metáfora, que interpretan y denuncian el antropomorfismo como una forma de cáncer intelectual, en vez de emplearlo como instrumento comparativo en sus investigaciones, aplicando la que tal vez sea la única forma de operar al alcance de nuestra mente, ese paralelismo que en último término denominamos narrativa".
Estaba siguiendo a Julius, decía, en el momento en que muestra su asombro frente a la maratón de Nueva York:
“Yo no lo sabía. Me desconcertó ver frente a las torres de cristal la plaza redonda desbordada de gente, una multitud enorme, expectante, que se apretaba cerca de la meta de la carretera. Desde la plaza, bordeando la calle, la muchedumbre también se prolongaba hacia el este. Mas cerca del oeste había una carpa donde dos hombres afinaban sus guitarras, llamando y respondiendo cada uno a las plateadas notas del instrumento amplificado del otro. (...) Para escapar del bullicio, que al parecer iba en aumento, decidí entrar en el centro comercial. Aparte de los locales de Hugo Boos y Armani, en la segunda planta había una librería. Tal vez allí dentro, pensé, pudiera encontrar cierto silencio y tomar una taza de café antes de volver a casa. Pero en la entrada se agolpaba parte de la multitud que había rebasado la calle y los cordones impedían entrar en la torre.
Cambié de idea y resolví visitar entonces a un viejo profesor mío que vivía en un apartamento de Central Park South, a menos de diez minutos a pie. A sus ochenta y nueve años era la persona mas anciana que conocía. (...) Algo que debió ver en mí le hizo pensar que confiarme su selecto tema de estudio (literatura inglesa temprana) no sería un desperdicio. En ese sentido yo fui un fiasco, pero, puesto que él tenía buen corazón, me invitó, aun después de que yo no lograse una nota decente en sus seminario de literatura inglesa anterior a Shakespeare, a reunirnos varias veces en su despacho”.
Inducido, tal vez, por el vagabundeo de Julius, mientras él se acercaba a la casa del profesor Saito, yo me acerqué a un libro que había ojeado hace unos días, “Sueños árticos” de Barry López, también de Nueva York, y posible conocido de Julius. Me fui hacia él porque, observando como le afecta a Julius su deambular, me acordé de uno de sus capítulos, para mi memorable, titulado "Hielo y luz", cuando reflexiona sobre la historia de las expediciones, comparando esas ambiciones ancestrales y su enfrentamiento con una realidad precisa con la filosofía que mantiene nuestro tiempo actual. El centro del mundo bullicioso y desnortado, y su periferia septentrional helada, cobraron una rara proximidad y entendimiento en mi alma. En ese capítulo, López dice de modo bastante lúcido lo siguiente:
"La visión convencional actual considera que el hombre europeo ha avanzado a pasos de gigante desde la época de las catedrales. Ha aterrizado en la Luna. Ha conseguido curar la viruela. Ha logrado controlar la energía del átomo. Pero también podría proponerse la perspectiva contraria, a saber, que en un lapso de nueve siglos lo único que ha conseguido el hombre europeo es una mayor complejidad en la manipulación de los materiales, una más asombrosa exhibición de su capacidad de comprender los principios físicos de la materia. Que nos quedamos deslumbrados ante meros estilos de expresión. Que no vivimos una época mística, sino un tiempo de expertos destacados, de ejecutores. Que la construcción de las catedrales fue el último avance visionario del hombre europeo, antes de recluirse otra vez en los confines del intelecto.
Entre las ciencias actuales, sólo la física cuántica parece haber recuperado una relación equitativa con las metáforas, esos instrumentos básicos de la imaginación. Las demás ciencias se hallan ligadas, a veces, al análisis racional, o se muestran tan recelosas de la metáfora, que interpretan y denuncian el antropomorfismo como una forma de cáncer intelectual, en vez de emplearlo como instrumento comparativo en sus investigaciones, aplicando la que tal vez sea la única forma de operar al alcance de nuestra mente, ese paralelismo que en último término denominamos narrativa".
miércoles, 15 de junio de 2016
LAS PREGUNTAS QUE SE HACE EL DIABLO EN LA "CIUDAD ABIERTA"
Con lo que decimos que vemos y con lo que decimos que no vemos. Así vamos tejiendo nuestra vida. ¿Cuantas veces durante el día vemos sólo lo que queremos ver? ¿Cuantas lo que no queremos ver? ¿Cuantas le espetamos a la cara a los otros lo que quieren oír que hemos visto? ¿Cuantas veces al día compartimos con los otros lo que no hemos visto, pero sabemos que está ahí? ¿Tenemos poco tiempo o tenemos mucho miedo? Tantas horas metido en el hospital tratando con los problemas afectivos de las personas mayores, y Julius no se ha enterado de que se ha muerto la vecina de al lado. ¡Cielo santo! Una escena "semejante" a la protagonizada por el narrador me vino de golpe a la cabeza, tantas veces vista y oída por televisión, en la que el vecino del segundo un día raja fríamente a su mujer dejando el reguero de su sangre en el rellano de la escalera, y el vecino del primero jura y perjura ante la cámara que era una persona normal, cariñosa a veces, un poco callada pero normal. ¿De dónde ha sacado tanta impasibilidad, el vecino del primero por supuesto? ¿De dónde el avezado psiquiatra Julius? ¿A qué nos referimos cuando decimos a los otros lo que vemos? ¿Sabemos que cara se nos pone cuando no hablamos de lo que no queremos ver? ¿Por qué tengo la sensación de que ante estas preguntas, que surgen de los huecos donde habita el diablo en toda ciudad abierta, cien mil oyentes que las escuchen suman siempre después menos que uno? ¿Es qué, como seres hablantes, no somos gente de confianza? ¿O es que estamos permanentemente embrujados por la perfomance de las apariencias? Sigamos paseando, junto a Julius, por esta ciudad abierta.
martes, 14 de junio de 2016
LA MUERTE ES UNA PERFECCIÓN DEL OJO
El título de la primera parte de "Ciudad abierta", que lo he cogido para dárselo a esta entrada, es lo primero que leemos. Es lo suficientemente elocuente, al tiempo que misterioso, como para encogernos el alma. Veamos. A parte de las palabras de ese título, que también son del narrador, éste se nos presenta de una forma, digamos, campechana, cercana, en plan colega, vamos, se presenta como uno de los nuestros: "Y así, cuando el otoño pasado empecé a dar largos paseos vespertinos, Morning Heights me pareció un lugar cómodo desde donde internarme en la ciudad". Sin embargo, ya al final de ese primer párrafo, comienza a dejar ver los primeros signos de "extrañeza". Dice así: "De este modo, al comienzo del último año de mi beca de psiquiatría, Nueva York fue tramándose en mi vida a ritmo de caminata". Sale así al paso de uno de los tópicos que más fortuna han hecho entre los ciudadanos modernos, también lectores de esta novela: que ocio y negocio son dos conductas que van cada una, aparentemente, por su lado. Que cuando acaba una empieza la otra, y viceversa. Vamos, que pasear es un acto para relajarse, para olvidarse temporalmente del trabajo, y todo eso y todo lo demás. Por si había duda de que lo que nos va a contar es como se formó esa trama entre vida y paseo, dando como resultado otra cosa que no es ni la una ni el otro, ahí quedan la primeras palabras del segundo párrafo: "No mucho antes de que empezaran los vagabundeos, yo había caído en el hábito de observar desde mi apartamento a las aves migratorias, y ahora me pregunto si no había un vínculo entre ambas costumbres. Las tardes que volvía del hospital con tiempo, solía mirar por la ventana, como quien busca augurios, esperando ver el milagro de la migración natural".
Por tanto, con un puñado de palabras el narrador nos ha dicho cual es su ocio (caminar), cual es su negocio (hospital), cual es su propósito (trenzar el ocio con el negocio, teniendo en cuenta, al fin, sus presentimientos). Y una frase perturbadora que acompañará desde el principio a todo ese empeño de buscar algo nuevo: la muerte es una perfección del ojo. Dos o tres páginas más adelante, remata la faena de presentación como narrador de una forma eminente. "Las caminatas satisfacían una necesidad: eran un desahogo de la estrecha regulación del medio mental del trabajo y, no bien descubrí su calidad terapeútica, se volvieron cosa normal y olvidé cómo había sido la vida antes de empezar a andar. El trabajo era un régimen de perfección y competencia, ninguna de las cuales permitía improvisaciones ni toleraba errores (¡¡atención de nuevo al título de esta entrada!!). Por interesante que fuese mi proyecto de investigación - llevaba a cabo un estudio clínico de trastornos afectivos en personas mayores -, el grado de detalle que demandaba era de una complejidad que excedía todo lo que había hecho hasta entonces. De modo que las calles constituían una bienvenida réplica a las horas de trabajo. Ninguna decisión - donde doblar a la izquierda, cuánto quedarse absorto frente a un edificio abandonado, ver el sol poniéndose en Nueva Jersey o bajar por la penumbra del East Side mirando hacia Queens - tenía consecuencias, y por eso mismo cada una era un recordatorio de libertad".
La pregunta es inevitable, ¿qué ha descubierto el narrador en sus caminatas para qué este ultimo párrafo, o la frase "las calles constituían una bienvenida réplica a las horas de trabajo", se oponga drásticamente al propósito anunciado al principio: "Nueva York fue tramándose en mi vida a ritmo de caminata" o "Las tardes que volvía del hospital con tiempo, solía mirar por la ventana, como quien busca augurios, esperando ver el milagro se la migración natural". Réplica o ninguna decisión frente a trenzado o augurios. Qué lejos todo eso de la complejidad campanuda de su trabajo en el hospital como nunca antes la había tenido. Ocio y negocio, ganarse su vida y ganarse la vida, comienzan a ser parte de lo mismo, cuando el narrador recuerda, es decir, cuando el narrador imagina. Ese otro cúmulo de sensaciones y sentimientos que nos invita a descubrir a su lado, mientras leemos. ¡Y todo ello en cinco páginas escasas!
Los lectores y paseantes más literalistas no se abrumen tratando de descifrar el sentido simbólico que atraviesa y ordena, desde mi punto de vista, todo el relato. Lo leo así y así lo escribo. Sencillamente disfruten del paseo acompañando a Julius. Y a ver que pasa. Seguir la regla del mejor vagabundeo: no busquen, gocen con lo que encuentren. Los pecios poéticos que llevamos dentro pueden surgir, cuando menos nos lo esperemos, a la vuelta de la calle 57 o en Central Park, o en cualquier anden de metro. Escuchando a Mahler o el jazz. Al fin y al cabo, estamos leyendo y paseando por una ciudad abierta.
Por tanto, con un puñado de palabras el narrador nos ha dicho cual es su ocio (caminar), cual es su negocio (hospital), cual es su propósito (trenzar el ocio con el negocio, teniendo en cuenta, al fin, sus presentimientos). Y una frase perturbadora que acompañará desde el principio a todo ese empeño de buscar algo nuevo: la muerte es una perfección del ojo. Dos o tres páginas más adelante, remata la faena de presentación como narrador de una forma eminente. "Las caminatas satisfacían una necesidad: eran un desahogo de la estrecha regulación del medio mental del trabajo y, no bien descubrí su calidad terapeútica, se volvieron cosa normal y olvidé cómo había sido la vida antes de empezar a andar. El trabajo era un régimen de perfección y competencia, ninguna de las cuales permitía improvisaciones ni toleraba errores (¡¡atención de nuevo al título de esta entrada!!). Por interesante que fuese mi proyecto de investigación - llevaba a cabo un estudio clínico de trastornos afectivos en personas mayores -, el grado de detalle que demandaba era de una complejidad que excedía todo lo que había hecho hasta entonces. De modo que las calles constituían una bienvenida réplica a las horas de trabajo. Ninguna decisión - donde doblar a la izquierda, cuánto quedarse absorto frente a un edificio abandonado, ver el sol poniéndose en Nueva Jersey o bajar por la penumbra del East Side mirando hacia Queens - tenía consecuencias, y por eso mismo cada una era un recordatorio de libertad".
La pregunta es inevitable, ¿qué ha descubierto el narrador en sus caminatas para qué este ultimo párrafo, o la frase "las calles constituían una bienvenida réplica a las horas de trabajo", se oponga drásticamente al propósito anunciado al principio: "Nueva York fue tramándose en mi vida a ritmo de caminata" o "Las tardes que volvía del hospital con tiempo, solía mirar por la ventana, como quien busca augurios, esperando ver el milagro se la migración natural". Réplica o ninguna decisión frente a trenzado o augurios. Qué lejos todo eso de la complejidad campanuda de su trabajo en el hospital como nunca antes la había tenido. Ocio y negocio, ganarse su vida y ganarse la vida, comienzan a ser parte de lo mismo, cuando el narrador recuerda, es decir, cuando el narrador imagina. Ese otro cúmulo de sensaciones y sentimientos que nos invita a descubrir a su lado, mientras leemos. ¡Y todo ello en cinco páginas escasas!
Los lectores y paseantes más literalistas no se abrumen tratando de descifrar el sentido simbólico que atraviesa y ordena, desde mi punto de vista, todo el relato. Lo leo así y así lo escribo. Sencillamente disfruten del paseo acompañando a Julius. Y a ver que pasa. Seguir la regla del mejor vagabundeo: no busquen, gocen con lo que encuentren. Los pecios poéticos que llevamos dentro pueden surgir, cuando menos nos lo esperemos, a la vuelta de la calle 57 o en Central Park, o en cualquier anden de metro. Escuchando a Mahler o el jazz. Al fin y al cabo, estamos leyendo y paseando por una ciudad abierta.
sábado, 11 de junio de 2016
LO QUE JULIUS ESPERA DE SUS LECTORES
El Narrador No Identificado es una voz cuyo único interés es demostrar que puede contar lo que cuenta. Decide entrar en la historia para exponerla. Veracidad y eficacia son conceptos estrechamente ligados a sus intenciones. El Narrador Identificado, por el contrario, tiene otros intereses: los elementos que configuran su narración salen no sólo de su necesidad de contar unos hechos, sino de contar lo que a él le pasa con esos hechos. Entra en la historia, más que para exponerla, para apropiarse de ella. También pretenderá ser eficaz, pero su eficacia no consistirá solamente en demostrar que es capaz de contar lo que cuenta, sino que estará condicionada por las intenciones personales que lo hayan impulsado a narrar y, en este sentido, podría ser sospechoso de manipulación, algo que nunca puede achacársele a un Narrador No Identificado.
Al hablar de manipulación no quiero decir, evidentemente, que un Narrador Identificado no esté diciendo la verdad. En última instancia ¿qué medios tiene el lector de contrastar aquello que le están contando? Con ello me refiero al manejo que hace de todos los elementos narrativos para presentarlos según una intención propia y personal ligada a los sucesos que cuenta. Al Narrador Identificado le creemos, pues, porque hemos decidido creerle o porque no podemos hacer otra cosa que creerle. No tiene en su esencia una de las garantías que ofrece el Narrador No Identificado: la de no formar parte de la acción, la de no tener una conciencia ligada al desarrollo de la narración. Pero, aunque no dudemos de su veracidad, conviene no olvidarse de que lo que narra es su verdad y, a pesar de que estemos dispuestos a creerle, su certeza no tiene necesariamente que coincidir con la nuestra, con la del lector. En el uso que hace de las palabras, o en su modo de organizar el discurso podríamos descubrir, por ejemplo, que lo que dice va más allá de lo que cree decir (o simplemente tiene poco que ver con ello), lo sepa él mismo o no lo sepa. Todos sabemos que las palabras casi siempre nos delatan más allá de los niveles conscientes de la personalidad y dicen más de lo que pensamos que dicen. La dificultad que entraña para el autor la creación de una voz narrativa de estas características es evidente, aunque no es menos cierto que ese tipo de voz dota a la narración de una complejidad que la enriquece.
Tratar con un Narrador Identificado en la literatura se parece bastante a la relación que tenemos diariamente en la vida con las personas que queremos o aborrecemos, o con las que nos resultan indiferentes. Igualmente estamos expuestos a los efectos de la manipulación que vienen de sus palabras y sus actos. Igualmente estamos dispuestos a creerles, aunque sepamos que su certeza no tiene nada que ver con la nuestra. Igualmente estamos dispuestos a no hacerles caso, incluso a traicionarlos, aunque nos demos cuenta de que tienen razón. Igualmente, en fin, estamos dispuestos a seguir amándolos aunque ya sepamos que no nos entenderemos nunca. Es lo que nos enseña la vida y es lo que llamamos amor, amistad y odio adultos. Y eso es así porque, misteriosamente, en la vida hay algo más que palabras. Y aquí surge la diferencia fundamental con la literatura, y que tanto nos cuesta asimilar.
Al empezar a leer la novela de “Ciudad abierta”, lo primero que uno se da cuenta es que el aprendiz de psiquiatra que nos cuenta la historia, es cualquier cosa menos “trigo limpio”. Como cualquiera de nosotros. Pero es que, como nosotros, ¿puede ser otra cosa? Lo deja claro desde las primeras páginas. Viene a decir: yo soy así y así te lo cuento. Y te lo cuento de esta manera. No de otra, por ejemplo, dejando la historia en manos de una persona desconocida. O en alguno de los profesores del centro donde realiza su estudio clínico de los trastornos afectivos en las personas mayores. Igualmente que nosotros lleva el fardo del misterio sobre las espaldas, pero a diferencia de nosotros no lo puede ocultar, ni disimular. Con premura lo anuncia. No tiene los recursos no verbales de una persona de carne y hueso para “engañar o manipular” a sus interlocutores. Julius es un personaje construido enteramente con palabras, con sus palabras. Y a ellas y al riesgo de su misterio nos debemos atener, sin más remedio, desde la primera frase, aún a sabiendas de que nos está “manipulando”. Si no lo hacemos así, si nos dejamos seducir sólo por la aparente condición de “buena persona” que traspira su voz y el aire limpio y de libertad que acompaña a sus paseos, nos estaremos, esta vez literalmente, engañando. Es decir, leyéndonos una vez más a nosotros mismos. Y ya les puedo decir, por lo que dice, que no es eso lo que espera de los lectores. Dicho de otra manera, no se ha puesto a escribir para buscar nuestra cómoda aquiescencia. Tampoco para amargar con sus palabras nuestra lectura. Al contrario.
Al hablar de manipulación no quiero decir, evidentemente, que un Narrador Identificado no esté diciendo la verdad. En última instancia ¿qué medios tiene el lector de contrastar aquello que le están contando? Con ello me refiero al manejo que hace de todos los elementos narrativos para presentarlos según una intención propia y personal ligada a los sucesos que cuenta. Al Narrador Identificado le creemos, pues, porque hemos decidido creerle o porque no podemos hacer otra cosa que creerle. No tiene en su esencia una de las garantías que ofrece el Narrador No Identificado: la de no formar parte de la acción, la de no tener una conciencia ligada al desarrollo de la narración. Pero, aunque no dudemos de su veracidad, conviene no olvidarse de que lo que narra es su verdad y, a pesar de que estemos dispuestos a creerle, su certeza no tiene necesariamente que coincidir con la nuestra, con la del lector. En el uso que hace de las palabras, o en su modo de organizar el discurso podríamos descubrir, por ejemplo, que lo que dice va más allá de lo que cree decir (o simplemente tiene poco que ver con ello), lo sepa él mismo o no lo sepa. Todos sabemos que las palabras casi siempre nos delatan más allá de los niveles conscientes de la personalidad y dicen más de lo que pensamos que dicen. La dificultad que entraña para el autor la creación de una voz narrativa de estas características es evidente, aunque no es menos cierto que ese tipo de voz dota a la narración de una complejidad que la enriquece.
Tratar con un Narrador Identificado en la literatura se parece bastante a la relación que tenemos diariamente en la vida con las personas que queremos o aborrecemos, o con las que nos resultan indiferentes. Igualmente estamos expuestos a los efectos de la manipulación que vienen de sus palabras y sus actos. Igualmente estamos dispuestos a creerles, aunque sepamos que su certeza no tiene nada que ver con la nuestra. Igualmente estamos dispuestos a no hacerles caso, incluso a traicionarlos, aunque nos demos cuenta de que tienen razón. Igualmente, en fin, estamos dispuestos a seguir amándolos aunque ya sepamos que no nos entenderemos nunca. Es lo que nos enseña la vida y es lo que llamamos amor, amistad y odio adultos. Y eso es así porque, misteriosamente, en la vida hay algo más que palabras. Y aquí surge la diferencia fundamental con la literatura, y que tanto nos cuesta asimilar.
Al empezar a leer la novela de “Ciudad abierta”, lo primero que uno se da cuenta es que el aprendiz de psiquiatra que nos cuenta la historia, es cualquier cosa menos “trigo limpio”. Como cualquiera de nosotros. Pero es que, como nosotros, ¿puede ser otra cosa? Lo deja claro desde las primeras páginas. Viene a decir: yo soy así y así te lo cuento. Y te lo cuento de esta manera. No de otra, por ejemplo, dejando la historia en manos de una persona desconocida. O en alguno de los profesores del centro donde realiza su estudio clínico de los trastornos afectivos en las personas mayores. Igualmente que nosotros lleva el fardo del misterio sobre las espaldas, pero a diferencia de nosotros no lo puede ocultar, ni disimular. Con premura lo anuncia. No tiene los recursos no verbales de una persona de carne y hueso para “engañar o manipular” a sus interlocutores. Julius es un personaje construido enteramente con palabras, con sus palabras. Y a ellas y al riesgo de su misterio nos debemos atener, sin más remedio, desde la primera frase, aún a sabiendas de que nos está “manipulando”. Si no lo hacemos así, si nos dejamos seducir sólo por la aparente condición de “buena persona” que traspira su voz y el aire limpio y de libertad que acompaña a sus paseos, nos estaremos, esta vez literalmente, engañando. Es decir, leyéndonos una vez más a nosotros mismos. Y ya les puedo decir, por lo que dice, que no es eso lo que espera de los lectores. Dicho de otra manera, no se ha puesto a escribir para buscar nuestra cómoda aquiescencia. Tampoco para amargar con sus palabras nuestra lectura. Al contrario.
viernes, 10 de junio de 2016
LEER EN VOZ ALTA
Cuando he leído al narrador de 'Ciudad abierta' decir, “la verdad, es muy extraño – se me ocurre ahora, como se me ocurrió entonces – que podamos comprender las palabras sin decirlas. Para Agustín, el peso y la vida interior de las frases se experimentaba mejor en voz alta, pero desde entonces nuestra idea de la lectura ha cambiado mucho”, me vinieron a la cabeza los tiempos en que iba en el metro en los años ochenta. Me fijaba entonces, entre otras cosas, en los que iban leyendo, que todavía no eran muchos. Aunque invariablemente no faltaba el albañil con las manos llenas de cemento, sujetando una novela de Lafuente Estefanía que lo tenía literalmente absorto. Ahora ha aumentado considerablemente el número y la variedad de lectores, y de anuncios que promocionan el hábito de la lectura. Luego intentaba hacer todo lo posible para averiguar que estaba leyendo, a riesgo de que me acusara de entrometido. Para acabar preguntándole que le parecía lo que estaba leyendo. Bueno, a esto último no me atreví jamás. Por prudencia. O por timidez. No sé, nunca he sabido distinguir la una de la otra. El caso es que deseaba fervientemente escucharlo hablar en voz alta, sacándolo de su ensimismamiento.
Seguramente, como dice el narrador, desde Agustín de Hipona la idea de la lectura haya cambiado mucho. La imprenta mediante. Pero sigue inalterable, creo yo, la idea de que el peso de la vida interior de las frases cristaliza mejor, no tanto en voz alta, eso que hoy entendido de forma literal se ha convertido en el ruido espantoso de la palabrería que padecemos, como en el ámbito de lo que puede ser común. Leer en voz alta, romper el silencio y la soledad que envuelve a lo que uno está leyendo ayuda, como no. Pero escuchárselo decir a otro con una voz, digamos normal, pero ordenada y respetuosa, con el ánimo de compartir una lectura común, ayuda definitivamente. Descubrir la voz del otro, en esos términos, fija la propia en la lectura y, lo más importante, en el mundo. Cumpliéndose así, en este ámbito de la lectura lleno de dudas e indecisiones, el único precepto o idea que es trasladable y válido para la vida, y que está avalado, ahora sí, por la certidumbre: que el otro puede que tenga razón.
Seguramente, como dice el narrador, desde Agustín de Hipona la idea de la lectura haya cambiado mucho. La imprenta mediante. Pero sigue inalterable, creo yo, la idea de que el peso de la vida interior de las frases cristaliza mejor, no tanto en voz alta, eso que hoy entendido de forma literal se ha convertido en el ruido espantoso de la palabrería que padecemos, como en el ámbito de lo que puede ser común. Leer en voz alta, romper el silencio y la soledad que envuelve a lo que uno está leyendo ayuda, como no. Pero escuchárselo decir a otro con una voz, digamos normal, pero ordenada y respetuosa, con el ánimo de compartir una lectura común, ayuda definitivamente. Descubrir la voz del otro, en esos términos, fija la propia en la lectura y, lo más importante, en el mundo. Cumpliéndose así, en este ámbito de la lectura lleno de dudas e indecisiones, el único precepto o idea que es trasladable y válido para la vida, y que está avalado, ahora sí, por la certidumbre: que el otro puede que tenga razón.
jueves, 9 de junio de 2016
CIUDAD ABIERTA, novela de Teju Cole
Comienzo leyendo la contraportada. Dice así: “Julius, un joven psiquiatra nigeriano residente en un hospital de Nueva York, pasea por las calles de Manhattan. Caminar sin rumbo se convierte para él en una necesidad que lo libra de las constricciones de su trabajo, i que le ofrece la posibilidad añadida de abrir su mente a un fantaseo entre la literatura, el arte o la música y sus relaciones personales, el pasado y el presente. En sus paseos, explora cada rincón de la ciudad. Pero Julius no solamente recorre un espacio físico, sino que también frecuenta otro, en el cual se entremezclan una cantidad de estímulos que lo interpelan”.
No tengo que insistir mucho para darme cuenta de que Julius puede ser cualquiera de nosotros. Todos tenemos un trabajo que nos constriñe, y en el peor de los casos nos estriñe, bien es verdad que a unos más que a otros. Todos tenemos un mente dispuesta al trato - a favor o en contra, o con total indiferencia -, entre la literatura, el arte, la música, el mercado, los bares, la suciedad, la limpieza, los arboles, los animales, el cine, los niños jugando y los ancianos caminando en los parques, los carteles de publicidad, los coches, los aparcamientos, la iluminación de las calles, etc... y nosotros mismos y nuestro entorno. Todos tenemos una mente dispuesta para tratar con la fuerza transformadora de la imaginación y la curiosidad. Todos tenemos un pasado y un presente. Todos vivimos o trabajamos, o lo hemos hecho, en una ciudad. Todos tenemos dos piernas y, de una manera u otra, cada día paseamos. Vamos de aquí para allá. De un lugar a otro. En fin, todos vivimos como podemos, en algún sitio o en otro.
En su momento cumplí con bastante disciplina la siguiente guía de lectura.
1. No me distraje con otras lecturas. Leí, y releí, lo que le pasaba a Julius en sus paseos, y, sobre todo, puse mucha atención a lo que hace con lo que le pasa.
2. De inmediato lo contrastaba con mi experiencia de paseante. Se trataba de recoger ese momento y lo importante de su esencia, y no dejarlo pasar: un buen paseante no busca, encuentra. Haciendo de inmediato las asociaciones no previstas y las similitudes infrecuentes. Leer es asombrarnos y dar a conocer a los otros los efectos de ese asombro, para que ejerzan su derecho a lo mismo. Leer es encontrarse con lo asombroso de una lectura y decir algo sobre ello al contrastarlo con la propia experiencia, justo porque nos sentimos asombrados: si un atardecer de otoño una dama de noche en nuestro jardín implora a un viajero. Leer es ponerse al día con la propia experiencia, que no tiene porque coincidir con la biografía.
3. Utilicé la palabra, la imagen, el dibujo y el sonido, utilicemos todo al mismo tiempo, para dar cuenta de eso que nos imaginamos al pasear, en contraste reverencial con la lectura o la relectura de la novela de Teju Cole. Por ello recomiendo no separarse del libro mientras se está leyendo. En cualquier momento puede saltar la imagen, el sonido, la palabra que haga poner en alto nuestro asombro. La lectura funciona, no lo olvidemos, con efecto retardado y por sintonía. Es cuando aparece la necesidad de la escritura.
No se me ocurre otra manera más eficiente y provechosa de leer este libro de Teju Cole, para entender mejor como es el latido de una ciudad abierta. En la que estadísticamente todo puede llegar a cuadrar y ser, por tanto, explicado, pero que desde los sentimientos que afectan a sus ciudadanos no deja de complicarse de manera intermitente, tendiendo a ser ininteligible. Carente de todo sentido.
La lectura será roma si leemos en plan: “bueno esto en fin lo que quiero decir es que esto va de un joven psiquiatra nigeriano que se llama Julius y es residente en un hospital de Nueva York y que pasea por las calles de Manhattan y que tiene muchas emociones. Eso pienso que en el libro hay muchas emociones y bueno no se en fin yo creo que el libro es un palo pero no me ha desagradado del todo aunque ya digo eso se podía decir en menos páginas y es que lo quiero decir bueno si ya se creo que el libro es difícil no se si me explico lo que pasa es que el narrador no sabe lo que quiere eso yo creo que sale a pasear porque le va mal en el trabajo bueno es que es Nueva York y ya se sabe como son los americanos y todo eso y tal y tal”.
No tengo que insistir mucho para darme cuenta de que Julius puede ser cualquiera de nosotros. Todos tenemos un trabajo que nos constriñe, y en el peor de los casos nos estriñe, bien es verdad que a unos más que a otros. Todos tenemos un mente dispuesta al trato - a favor o en contra, o con total indiferencia -, entre la literatura, el arte, la música, el mercado, los bares, la suciedad, la limpieza, los arboles, los animales, el cine, los niños jugando y los ancianos caminando en los parques, los carteles de publicidad, los coches, los aparcamientos, la iluminación de las calles, etc... y nosotros mismos y nuestro entorno. Todos tenemos una mente dispuesta para tratar con la fuerza transformadora de la imaginación y la curiosidad. Todos tenemos un pasado y un presente. Todos vivimos o trabajamos, o lo hemos hecho, en una ciudad. Todos tenemos dos piernas y, de una manera u otra, cada día paseamos. Vamos de aquí para allá. De un lugar a otro. En fin, todos vivimos como podemos, en algún sitio o en otro.
En su momento cumplí con bastante disciplina la siguiente guía de lectura.
1. No me distraje con otras lecturas. Leí, y releí, lo que le pasaba a Julius en sus paseos, y, sobre todo, puse mucha atención a lo que hace con lo que le pasa.
2. De inmediato lo contrastaba con mi experiencia de paseante. Se trataba de recoger ese momento y lo importante de su esencia, y no dejarlo pasar: un buen paseante no busca, encuentra. Haciendo de inmediato las asociaciones no previstas y las similitudes infrecuentes. Leer es asombrarnos y dar a conocer a los otros los efectos de ese asombro, para que ejerzan su derecho a lo mismo. Leer es encontrarse con lo asombroso de una lectura y decir algo sobre ello al contrastarlo con la propia experiencia, justo porque nos sentimos asombrados: si un atardecer de otoño una dama de noche en nuestro jardín implora a un viajero. Leer es ponerse al día con la propia experiencia, que no tiene porque coincidir con la biografía.
3. Utilicé la palabra, la imagen, el dibujo y el sonido, utilicemos todo al mismo tiempo, para dar cuenta de eso que nos imaginamos al pasear, en contraste reverencial con la lectura o la relectura de la novela de Teju Cole. Por ello recomiendo no separarse del libro mientras se está leyendo. En cualquier momento puede saltar la imagen, el sonido, la palabra que haga poner en alto nuestro asombro. La lectura funciona, no lo olvidemos, con efecto retardado y por sintonía. Es cuando aparece la necesidad de la escritura.
No se me ocurre otra manera más eficiente y provechosa de leer este libro de Teju Cole, para entender mejor como es el latido de una ciudad abierta. En la que estadísticamente todo puede llegar a cuadrar y ser, por tanto, explicado, pero que desde los sentimientos que afectan a sus ciudadanos no deja de complicarse de manera intermitente, tendiendo a ser ininteligible. Carente de todo sentido.
La lectura será roma si leemos en plan: “bueno esto en fin lo que quiero decir es que esto va de un joven psiquiatra nigeriano que se llama Julius y es residente en un hospital de Nueva York y que pasea por las calles de Manhattan y que tiene muchas emociones. Eso pienso que en el libro hay muchas emociones y bueno no se en fin yo creo que el libro es un palo pero no me ha desagradado del todo aunque ya digo eso se podía decir en menos páginas y es que lo quiero decir bueno si ya se creo que el libro es difícil no se si me explico lo que pasa es que el narrador no sabe lo que quiere eso yo creo que sale a pasear porque le va mal en el trabajo bueno es que es Nueva York y ya se sabe como son los americanos y todo eso y tal y tal”.
miércoles, 8 de junio de 2016
LA BUENA GENTE DEL CAMPO, cuento de Flannery O'Connor
El significado y el sabor de las palabras en el hablar por hablar cotidiano ya están dados, solo hay que elegir el menú diario. Y a veces ni eso. El significado y el sabor de las palabras de un cuento o una novela, no están dados, hay que descubrirlos y hacerse merecedor de ellos, ganárselos, mediante el esfuerzo y la atención lectora. Si no es así, el lector puede deambular perdido por el texto durante mucho tiempo, lo cual es fuente de todo su malestar, pero que acepta como algo con lo que ha de convivir durante su itinerario lector. Pero también puede dejarse llevar, sin despeinarse, por el mas cómodo y conformista “a ver que pasa”. Este “a ver que pasa” puede querer significar desde una expectación sincera pero estática, hasta el más habitual cuando acabará este latazo. Entre medias, toda la gama de posibilidades que le pueden venir a la cabeza a quien ha decidido quedarse fuera del texto, es decir, mirar la faena escritora desde las gradas, en lugar de lanzarse desde la primera página al albero.
En este segundo caso, cuando el lector se encuentra con, por poner la escena clave del cuento de O’Connor, la filósofa culta y el vendedor de biblias juntos en el pajar se congratula consigo mismo diciendo, vaya por fin puedo decir algo en público. Y lo que nos dice pienso que tiene que ver con otro texto leído, o con otras lecturas. No puede ser de otra manera ya que hasta entonces ha estado a la espera, mirando el texto desde las gradas. A ver que pasa. Quiero decir con esto, que esa expresión no es fruto de la experiencia lectora que ha tenido, o está teniendo, con el texto de O’Connor, sino de otras lecturas hechas en otros momentos y en otras convocatorias, y con otros acompañantes en la lectura, y que la comodidad de estar en las gradas le facilita su evocación e invocación.
No ha visto algo que, sin embargo, si puede llegar a ver el lector del primer caso como consecuencia de su lectura atenta y paciente, y también por tolerar el malestar de no saber donde se encuentra en ese campo de acción narrativo que nos ofrece el narrador. Visión que se puede expresar como que no importa cual sea el grado de falsedad o falsificación social que uno arrastre consigo en su vida pública o privada, en su intimidad se encuentra a sí mismo y atesora la verdad última y definitiva de su ser. Eso es lo que descubren juntos la filósofa y el de las biblias, y el lector atento a su lado. Es el beneficio de tanto esfuerzo y paciencia. Y eso les acontece a los protagonistas en un pajar (pero podía haber sido igualmente en un altar, en una manifestación, en una oficina, en un bar, etc.). Acontece, repito, en la intimidad, tanto de la filósofa como del vendedor de biblias y del lector, ya irremediablemente fundidos por la experiencia lectora. Otra cosa es como se cubre, como se maquilla luego esa experiencia cuando unos y otros nos incorporamos a la batalla diaria. Ahí, cada uno es libre de engañarse según la demanda del momento.
Permítanme, por último, una nueva metáfora biológica u orgánica, siempre útiles para aprender. Todo el mundo sabe, unas mas que otros, que la decisión de parir una criatura de carne y hueso comporta la aceptación (sobre todo por parte de la madre) de un retorcimiento del cuerpo y del alma como nunca antes se había imaginado, sobre todo si es la primera vez. Dicho de otra manera, no se puede tomar semejante decisión sin despeinarse, aunque esa sea la forma con la que demasiadas veces se aparece en público. Igualmente, tomar la decisión de parir una criatura literaria (que alguien la escriba para que alguien la lea, solo en esta comunión la criatura es parida literariamente) no se puede hacer sin aceptar un retorcimiento del lenguaje habitual, y por consiguiente un retorcimiento de nuestra manera de evocarlo y saborearlo. Eso que se llama, desde Aristóteles, estilización de lenguaje o creación de un lenguaje poético.
En este segundo caso, cuando el lector se encuentra con, por poner la escena clave del cuento de O’Connor, la filósofa culta y el vendedor de biblias juntos en el pajar se congratula consigo mismo diciendo, vaya por fin puedo decir algo en público. Y lo que nos dice pienso que tiene que ver con otro texto leído, o con otras lecturas. No puede ser de otra manera ya que hasta entonces ha estado a la espera, mirando el texto desde las gradas. A ver que pasa. Quiero decir con esto, que esa expresión no es fruto de la experiencia lectora que ha tenido, o está teniendo, con el texto de O’Connor, sino de otras lecturas hechas en otros momentos y en otras convocatorias, y con otros acompañantes en la lectura, y que la comodidad de estar en las gradas le facilita su evocación e invocación.
No ha visto algo que, sin embargo, si puede llegar a ver el lector del primer caso como consecuencia de su lectura atenta y paciente, y también por tolerar el malestar de no saber donde se encuentra en ese campo de acción narrativo que nos ofrece el narrador. Visión que se puede expresar como que no importa cual sea el grado de falsedad o falsificación social que uno arrastre consigo en su vida pública o privada, en su intimidad se encuentra a sí mismo y atesora la verdad última y definitiva de su ser. Eso es lo que descubren juntos la filósofa y el de las biblias, y el lector atento a su lado. Es el beneficio de tanto esfuerzo y paciencia. Y eso les acontece a los protagonistas en un pajar (pero podía haber sido igualmente en un altar, en una manifestación, en una oficina, en un bar, etc.). Acontece, repito, en la intimidad, tanto de la filósofa como del vendedor de biblias y del lector, ya irremediablemente fundidos por la experiencia lectora. Otra cosa es como se cubre, como se maquilla luego esa experiencia cuando unos y otros nos incorporamos a la batalla diaria. Ahí, cada uno es libre de engañarse según la demanda del momento.
Permítanme, por último, una nueva metáfora biológica u orgánica, siempre útiles para aprender. Todo el mundo sabe, unas mas que otros, que la decisión de parir una criatura de carne y hueso comporta la aceptación (sobre todo por parte de la madre) de un retorcimiento del cuerpo y del alma como nunca antes se había imaginado, sobre todo si es la primera vez. Dicho de otra manera, no se puede tomar semejante decisión sin despeinarse, aunque esa sea la forma con la que demasiadas veces se aparece en público. Igualmente, tomar la decisión de parir una criatura literaria (que alguien la escriba para que alguien la lea, solo en esta comunión la criatura es parida literariamente) no se puede hacer sin aceptar un retorcimiento del lenguaje habitual, y por consiguiente un retorcimiento de nuestra manera de evocarlo y saborearlo. Eso que se llama, desde Aristóteles, estilización de lenguaje o creación de un lenguaje poético.
martes, 7 de junio de 2016
CUENTO DE NAVIDAD, de Paul Auster
Auggie Wren reconoce que el narrador es Paul Benjamin a través de una reseña que leyó de un libro suyo. Paul Benjamin reconoce a Auggie Wren mediante la historia que le explica. Por tanto, Auggie Wren y Paul Benjamin se reconocen a través de las palabras con que construyen sus historias. Antes se conocían a través de les palabras que daban forma al parloteo cotidiano en el estanco. Sólo comenzaron a reconocerse cuando prestaron atención a les palabras que cada uno decía en sus relatos. Eso quiere decir que las palabras dejaron de tener la naturalidad sin esfuerzo que les da el parloteo, y se transformaron en un problema, es decir, comenzaron a significar algo con sentido dentro de la historia que contaban. De esta manera formaron parte irrefutable de sus vidas.
Para entendernos, pasa lo mismo con los pulmones. Respiramos una y otra vez sin ningún tipo de dificultad como si ellos no existiesen, hasta que un día el médico nos dice que tenemos cáncer. Entonces los pulmones se convierten en un grave problema, y adquieren todo su significado y sentido en el complejo entramado de nuestro organismo. La enfermedad, paradójicamente, nos hace sentir mas vivos que nunca. Aunque al final la parca gane el partido.
Un vez más, solo cuando aceptamos que no entendemos nada de lo que nos pasa, comenzamos a leer. Es decir, comenzamos a escuchar y a reconocer al otro. Nos llega, entonces, la tentación de saber. De saber en compañía. Como Paul Benjamin i Auggie Wren.
Cuando un lector se pregunta sobre el por qué de la lectura quizá, sin saberlo, haya encontrado la respuesta. Quedan, pues, convocadas todas estas preguntas que nos acompañan y conviven con nosotros.
Para entendernos, pasa lo mismo con los pulmones. Respiramos una y otra vez sin ningún tipo de dificultad como si ellos no existiesen, hasta que un día el médico nos dice que tenemos cáncer. Entonces los pulmones se convierten en un grave problema, y adquieren todo su significado y sentido en el complejo entramado de nuestro organismo. La enfermedad, paradójicamente, nos hace sentir mas vivos que nunca. Aunque al final la parca gane el partido.
Un vez más, solo cuando aceptamos que no entendemos nada de lo que nos pasa, comenzamos a leer. Es decir, comenzamos a escuchar y a reconocer al otro. Nos llega, entonces, la tentación de saber. De saber en compañía. Como Paul Benjamin i Auggie Wren.
Cuando un lector se pregunta sobre el por qué de la lectura quizá, sin saberlo, haya encontrado la respuesta. Quedan, pues, convocadas todas estas preguntas que nos acompañan y conviven con nosotros.
sábado, 4 de junio de 2016
LEER EN COMPAÑÍA NO ES PARA SENTIRSE ACOMPAÑADO
Pienso que leer en compañía no es un cita para quedar bien, diciendo lo que los otros quieren oír. Ni para quedar mal, ofendiendo con lo que los otros no quieren oír. Ni para hablar de manera que sea posible decir lo contrario. Ni para hablar de manera que sea imposible no estar de acuerdo. Todo lo anterior cae dentro del campo de lo que ya se sabe. Del uso social, familiar o profesional del lenguaje. Si queremos, sabemos ser educados. También sabemos ser mal educados. Sabemos no estar de acuerdo. Sabemos no llevar la contraria. Todo eso, a partir de una cierta edad, ya lo sabemos. Es el pacto de convivencia social, en el que quedan incluidos los enfrentamientos, que unen más de lo que queremos aceptar. Por tanto, si lo sabemos no hace falta quedar, a no ser que quedar siga significando lo que significa para los adolescentes: quedamos para seguir quedando. Para que el pacto de estar juntos no se resquebraje. Es decir, quedar es un fin en sí mismo. No una oportunidad para decir algo de algo. Tal vez quedamos como quedamos y hablamos como hablamos - los adolescentes no lo saben aún, pero los adultos no podemos no saberlo - porque decir algo de algo es difícil. Dificilísimo. Eso sí lo sabemos. Por eso cuando quedamos para hablar, decimos todo de todo, o todo de nada. O, como la mayoría de las veces, lo que decimos es nada de nada, que es lo que significa escucharse a uno mismo. Da lo mismo lo que se diga, pues el fin es otro. Quedar para seguir quedando.
En fin, lo que quiero decir es que nos citamos para leer en compañía a sabiendas, nadie no puede no saber, pero no sabemos cómo lo sabemos. Aunque empeñados en estar de acuerdo o enfrentados, en quedar para seguir quedando, no nos preocupamos de adquirir otra perspectiva que no sea la que nos permita seguir quedando así. Mejor dicho, solo nos interesa la perspectiva que revalide el quedar para cumplir esos preceptos. Cuesta imaginar una perspectiva donde todo ese ritual y liturgia no pueda tener lugar. Donde unos no se sienta obligados a quedar bien, ni los otros sientan la amenaza de sentirse ofendidos. Leer en compañía, de eso se trata. Y las tertulias literarias deben ser ese tiempo y lugar. Las palabras de los narradores nos proporcionan una perspectivas imprevistas e impagables. Las palabras de los otros lectores, si se toman en serio su lectura, pueden llegar a proporcionarnos otras, igualmente imprevistas e impagables. Quedamos en la tertulia, en suma, para escuchar a los otros, y para hacernos entender. Eso es lo que significa "no sabemos que lo sabemos". Es decir, no sabemos desde donde lo sabemos, para qué lo sabemos, a quien nos dirigimos, por qué lo sabemos. El saber del no saber.
En fin, lo que quiero decir es que nos citamos para leer en compañía a sabiendas, nadie no puede no saber, pero no sabemos cómo lo sabemos. Aunque empeñados en estar de acuerdo o enfrentados, en quedar para seguir quedando, no nos preocupamos de adquirir otra perspectiva que no sea la que nos permita seguir quedando así. Mejor dicho, solo nos interesa la perspectiva que revalide el quedar para cumplir esos preceptos. Cuesta imaginar una perspectiva donde todo ese ritual y liturgia no pueda tener lugar. Donde unos no se sienta obligados a quedar bien, ni los otros sientan la amenaza de sentirse ofendidos. Leer en compañía, de eso se trata. Y las tertulias literarias deben ser ese tiempo y lugar. Las palabras de los narradores nos proporcionan una perspectivas imprevistas e impagables. Las palabras de los otros lectores, si se toman en serio su lectura, pueden llegar a proporcionarnos otras, igualmente imprevistas e impagables. Quedamos en la tertulia, en suma, para escuchar a los otros, y para hacernos entender. Eso es lo que significa "no sabemos que lo sabemos". Es decir, no sabemos desde donde lo sabemos, para qué lo sabemos, a quien nos dirigimos, por qué lo sabemos. El saber del no saber.
viernes, 3 de junio de 2016
LEER COMO ACTIVIDAD HEROICA, DE ANÁLISIS O DE DISTRACIÓN
En mi anterior escrito, las dos supuestas preguntas del narrador interpelaban a lo que los lectores pudieran pensar sobre la lectura y la escritura, es decir sobre la literatura. En el caso de los lectores que calificaba de excepcionales, parece que su convicción de que leer sólo tiene posibilidades en el ámbito del propio ver, "leer es ver dentro de uno mismo", coloca su actividad lectora en el campo demostrativo, más propio de las ciencias o las matemáticas. De esta manera el relato se convierte en un objeto de análisis, vale decir, en un objeto de laboratorio. No habría necesidad de lector, es decir, de diálogo, en todo caso uno mismo se conformaría con el público, que apruebe o rechace los resultados de sus investigaciones, pero que no interviene. Pues, como es fácil deducir, en "leer es ver dentro de uno mismo" solo interviene uno mismo. A lo sumo, quienes no son uno mismo, pueden intervenir en el apartado final de ruegos y preguntas.
En el caso de los lectores corrientes que, conscientes de su imperfección, se dan cuenta de que leer sólo puede llevarse a cabo si tratan de ver dentro del otro, "leer es ver en el otro", colocan su actividad lectora en el campo de la experiencia - siguen en esto a lo que les pasa en el mundo - que como él es más bien interrogativa que concluyente. Una experiencia del mundo, no en mi isla o en mi laboratorio, pero en el territorio del lenguaje. Un mundo al que uno mismo pertenece y del que depende. En fin, un mundo que se mueve, es decir, donde uno mismo se mueve gracias a las experiencias con los otros.
En el caso de los lectores corrientes que, conscientes de su imperfección, se dan cuenta de que leer sólo puede llevarse a cabo si tratan de ver dentro del otro, "leer es ver en el otro", colocan su actividad lectora en el campo de la experiencia - siguen en esto a lo que les pasa en el mundo - que como él es más bien interrogativa que concluyente. Una experiencia del mundo, no en mi isla o en mi laboratorio, pero en el territorio del lenguaje. Un mundo al que uno mismo pertenece y del que depende. En fin, un mundo que se mueve, es decir, donde uno mismo se mueve gracias a las experiencias con los otros.
jueves, 2 de junio de 2016
TENER RAZÓN O HACERSE ENTENDER
Hay lectores que en las tertulias quieren tener la razón. Y hay lectores que tratan de hacerse entender. Yo pienso que la expresión "leer es ver en el otro" es más propio de la forma de leer de los segundos. Hacerse entender no es sinónimo de error, sino de imperfección, por eso la necesidad de ver en el otro. Tener la razón no es sinónimo de acierto, sino de creer que solo se puede ver lo que hace o dice uno mismo, por eso el nulo interés por ver en el otro. La imperfección es lo propio de los lectores corrientes, por eso no pierden de vista al otro. La fe en el propio ver es el juego interminable de los lectores excepcionales, que juegan consigo mismos ciegos o indiferentes ante la existencia del otro.
Sea como fuere, y llegados hasta aquí, no está demás imaginar las preguntas que, desde las páginas del cuento, nos haría el otro (el narrador, el único ser de la tertulia que no puede engañar), tanto a los lectores corrientes como a los lectores excepcionales. Podrían ser: ¿cómo sois y por qué sois así? ¿Qué hacéis ahí, sentados alrededor de la mesa?
Sea como fuere, y llegados hasta aquí, no está demás imaginar las preguntas que, desde las páginas del cuento, nos haría el otro (el narrador, el único ser de la tertulia que no puede engañar), tanto a los lectores corrientes como a los lectores excepcionales. Podrían ser: ¿cómo sois y por qué sois así? ¿Qué hacéis ahí, sentados alrededor de la mesa?
miércoles, 1 de junio de 2016
SOMOS MUNDOS, NO SOMOS ISLAS
Metamos el Yo en el Ferrari y dialoguemos con el Otro y los otros, siempre desconocidos y misteriosos. Dispuestos a escuchar y compartir, en un viaje impar, el vértigo y el abismo de cada curva, pero también el consuelo de las palabras sensibles de los narradores y sus protagonistas, y de los otros lectores. No mueve a este Ferrari la velocidad cinética, sino la de la ignorancia. La del saber que hay en el no saber. Dejemos el R5 en el desguace. Saquemos al Yo de esa fortaleza doméstica y sitiada donde vivo con los míos (copia o producto del Yo mismo) con sus palabras gastadas e insignificantes, mediante las que el Yo domina la vida, aparta a un lado los intereses ajenos y visualiza con claridad los propios, y presupone que los intereses de los Otros son los mismos que los suyos.
Lo que quiero decir es solo hay respuesta, o posibilidad de visualizar lo anterior, en la ficción. Ese otro mundo paralelo. Pues la vida ya tiene bastante con sobrevivir, pues es lo único que sabe hacer, a trancas y barrancas, con sus velos y autoengaños. Y que leer, por tanto, no es ver a otro desde las murallas del R5, tampoco es ver a través de otro, ni usar ni manipular ni disparar contra el otro, talmente como hacemos en la vida. Sino eso: leer es ver en otro. O "romper una lanza por el otro". O pensar que el otro, al fin y al cabo, puede que tenga razón. Somos mundos, no somos islas. Cielo santo, si fuéramos capaces de entender esto, os imagináis la violencia que nos ahorraríamos, y la lucidez que, de repente, nos embargaría, aunque nada más fuera durante los breves instantes de la tertulia. Sin importarnos que afuera, tal ver por ello, aún más negra será la noche. Al fin acompasados. Ni descompensados, ni desconfiados, ni acojonados, ni malcarados, ni enrabietados, ni anestesiados, ni indiferentes, ni indiferenciados. Solo acompasados, sí, con la música de las palabras sensibles de los narradores y sus protagonistas, y de los otros lectores. Ahí, en el lugar donde habita misterioso el Otro. Justo ahí, es donde yo los viera.
Pienso que ya no hay camino transitable con sentido en nuestro mundo, que no sea conocer y reconocernos en las palabras del Otro, que son también nuestro consuelo y única salvación posible. Dialogar, de eso se trata. Pero, ¿qué hay de los míos, y de lo mío? ¡Ególatra enajenado! No dudes que te lo agradecerán. Hasta que no te pongas a ello, hasta que no "leas viendo en el otro", no te puedes imaginar todavía como te lo agradecerán.
Lo que quiero decir es solo hay respuesta, o posibilidad de visualizar lo anterior, en la ficción. Ese otro mundo paralelo. Pues la vida ya tiene bastante con sobrevivir, pues es lo único que sabe hacer, a trancas y barrancas, con sus velos y autoengaños. Y que leer, por tanto, no es ver a otro desde las murallas del R5, tampoco es ver a través de otro, ni usar ni manipular ni disparar contra el otro, talmente como hacemos en la vida. Sino eso: leer es ver en otro. O "romper una lanza por el otro". O pensar que el otro, al fin y al cabo, puede que tenga razón. Somos mundos, no somos islas. Cielo santo, si fuéramos capaces de entender esto, os imagináis la violencia que nos ahorraríamos, y la lucidez que, de repente, nos embargaría, aunque nada más fuera durante los breves instantes de la tertulia. Sin importarnos que afuera, tal ver por ello, aún más negra será la noche. Al fin acompasados. Ni descompensados, ni desconfiados, ni acojonados, ni malcarados, ni enrabietados, ni anestesiados, ni indiferentes, ni indiferenciados. Solo acompasados, sí, con la música de las palabras sensibles de los narradores y sus protagonistas, y de los otros lectores. Ahí, en el lugar donde habita misterioso el Otro. Justo ahí, es donde yo los viera.
Pienso que ya no hay camino transitable con sentido en nuestro mundo, que no sea conocer y reconocernos en las palabras del Otro, que son también nuestro consuelo y única salvación posible. Dialogar, de eso se trata. Pero, ¿qué hay de los míos, y de lo mío? ¡Ególatra enajenado! No dudes que te lo agradecerán. Hasta que no te pongas a ello, hasta que no "leas viendo en el otro", no te puedes imaginar todavía como te lo agradecerán.
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