De las múltiples opiniones que se oyeron en el centenario de la epopeya de Leopoldo Bloom (16 de junio de 2004) hay dos que me llamaron la atención por su complementariedad a pesar de su aparente oposición. Una, la de Fernando Aramburu, “se puede vivir sin leer el Ulises de Joyce como se puede vivir sin piernas, sin brazos, sin ojos,.. Dos, la de Eduardo Chamorro que, después de leer el Ulises ocho veces, dijo que ya sabía de que iba: de la inmortalidad del alma. El primero suena a boutade intelectualoide, el segundo a inquebrantable Fe lectora, como cuando Tomas de Aquino demostró la existencia de Dios en la Summa Teológica.
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Ya te he comentado que, desde hace tiempo, sigo con atención la deriva del arte contemporáneo en el siglo XX, al dejarse acompañar por la ciencia y técnica moderna no como lo había hecho desde el siglo XVII, sino directamente apropiándose de sus postulados. Con lo cual el arte se ha convertido en el apéndice vistoso de la ciencia, formando el matrimonio de conveniencia ideal en la sociedad de masas de consumo actual. Fue Picasso, el primitivo, quien dio el pistoletazo de salida cuando dijo aquello de que si el hombre común puede volar en avión, los artistas, que son más que humanos comunes, también, más o o menos. Decir que alguien es estúpido no es decirle que no sea inteligente, es decirle que, momentáneamente o para siempre, ha aparcado lo que pueda dar de sí su talento. El talento y la estupidez son dos de las condiciones de posibilidad de la inteligencia humana.
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Aunque los artistas del siglo XX quedaron pronto seducidos por esa convergencia inaplazable entre su arte y los avances de la ciencia y la tecnología, no todos se entregaron ciegamente a ese discurso. Conservaron el hálito, digamos, de la tradición que deja el arte fuera del tiempo histórico de la ciencia. Conservaron su alma. Siguieron siendo fieles, por así decirlo, al dictum de que la rosa es sin por qué, y el arte sucede siempre al margen de todo tiempo histórico y lugar geográfico. Es decir, no se dejaron manipular por los dictados teleológicos de la historia de la ciencia moderna (a la que solo le interesa observar la realidad física de la naturaleza, incluida la parte que corresponde a la naturaleza humana), que es una herencia directa de la teleología divina vaticana (a la que solo le interesa vigilar la realidad espiritual de la naturaleza humana, ignorando o reprimiendo su realidad física).
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Ese resto de creencia religiosa en Joyce, por ejemplo, hace que la epopeya de Leopoldo Bloom sea leída, a mi entender, por Eduardo Chamorro como la de la inmortalidad de alma. Al igual que de los cuadros de Rohko o Pollok emane ante el espectador el alma del mundo. O que la intriga y el misterio de los relatos de Henry James surja desde el interior de lo existente de sus personajes, no como una apostilla o pegote exterior como hacen los betsellers. Mientras que del urinario vuelto al revés del nihilista irreductible Duchamp no brote nada, porque nada puede brotar de donde todo está seco desde el principio. O de las señoritas de Avignon, del ateo militante Picasso, solo puede brotar la necesidad de reclamar la atención de los banqueros (así vendió su alma al diablo), los que a partir de entonces hicieron su agosto creativo: hacer confundir en los espectadores el precio con el valor. Así un cuadro (y por extensión una botella de vino, o un coche) vale hoy el precio que le pongan los marchantes en el mercado del arte.
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El motor de la realidad espiritual profunda es la verdad. Ahora bien, como dice Karl Jaspers, la verdad ha de poder diluirse en lo temporal, en caso contrario permanece sin mundo. El mundo se ha vuelto tan árido porque callejean una multitud de pensamientos fabricados, carentes de lugar e imagen. A mi entender, a muchas de las ideas o pensamientos vanguardistas del pasado siglo, que hemos heredado en el actual, les ha ocurrido eso, infectando víricamente el mundo en su deambular errático.