Si ningún escritor es bueno hasta que no aprende a corregir, piensa Telmo, un lector del siglo XXI no puede quedar al margen de este precepto. Fue por ello por lo que se quedó a escuchar la conversación que mantenían aquellos dos tipos que, al poco de sentarse a su lado en la cafetería aneja de la librería, logró adivinar que eran dos escritores en ciernes enzarzados en una discusión sobre el futuro de la lectura a propósito del futuro de la novela, en un mundo dominado por la irrupción de la masas como sujeto activo de consumo. Ni el argumento, ni el tema, ni los discursos, ni la relación ética de los personajes con todo ello, dijo con énfasis el que estaba más cerca de la mesa donde se encontraba Telmo, pueden seguir siendo como lo fueron en la época gloriosa de la novela del siglo XIX. A Telmo le parecieron algo impostadas las palabras que había escuchado. Impostadas en el sentido de que el tipo que las había pronunciado no las sentía con toda la intensidad con que las pronunciaba. Telmo notó que había una distancia o una grieta entre lo uno y lo otro, mientras apartaba la vista y se fijaba en la forma en que estaba, por decirlo así, encastrada la cafetería dentro de la librería. Llegó a la conclusión que aquel lugar estaba concebido más para acompañar al café con un libro, que al revés. En este sentido, pensó, no es muy diferente de cualquier taberna donde la televisión acompaña a la caña o el chato vino. De repente consiguió distinguir al alardeaba de lo que no entendía, o no sentía del todo. Era quien había dicho también hacía pocos minutos, nada más entrar Telmo en la cafetería, algo así como que los libros acabarían siendo, si no lo eran ya, una mercancía más como lo son las cebollas o los coches. También recordó la tensión que experimentaron el uno al decirlo y el que lo acompañaba al escucharlo. Una tensión que a medida que pasaban los minutos, allí sentado a su lado, se iba apoderando de las palabras de ambos sin que Telmo detectara en los conversadores salida, o punto de fuga alguno, que pudiera desenmarañar el lio que habían formado con su palabrería. Telmo pensó que tal vez fuera debido, o tuviera un influencia no desdeñable, a la forma de concebir el espacio de la cafetería dentro de la librería. Es decir, tratando de relajar o disminuir la tensión propia que esconden los libros que había en las estanterías con el hecho más mundano de poder abrirlos sentado en una mesa de una taberna sofisticada, que en definitiva, pensó Telmo, es lo que es una cafetería. Se acordó, mientras razonaba así, de una anécdota que tuvo con un antiguo compañero de universidad cuando un día, que no fueron a clase y se quedaron jugando al mus en la cafetería de la facultad (procedente indudable de la moda vigente café más libros, que acabó haciéndose con los mandos de la cultura popular años después, hasta hoy), le habló de que si para vender una coche no hace falta saber conducir, como es público y notorio, para vender un libro no hace falta tener habilidades de comprensión lectora, como la educación actual así lo acredita. Todo consistirá, le dijo a Telmo su compañero de universidad aquella tarde remota, en invertir el sentimiento inconfesable de la mayoría de los escritores. Así, le dijo, para el verdadero escritor cada novela que consigue terminar encierra la imagen cabal de un íntimo fracaso: solo él sabe la distancia que media entre el ideal que se propuso al empezar a escribirla y el resultado final obtenido. Incluso cuando consigue una obra que se considera lograda. Un sentimiento inconfesable de tal naturaleza puede ser adobado para que el éxito de publicar sea igual a la felicidad, lo cual redundará en beneficio de las ventas de libros y de la felicidad anhelada de los lectores.