No lo había pensado hasta aquel día en que se lo escuchó a un tertuliano a primera hora de la mañana. Cuando MG se colocó los auriculares del móvil, justo antes de iniciar su subida matinal al castillo para dar la vuelta al camino de ronda del mismo, lo primero que escuchó fue al tertuliano mencionado decir que se había levantado con 38 de fiebre pero que no había que preocuparse, pues la fiebre en los seres humanos constituía siempre un acontecimiento singular como lo era el granizo o la nieve en el comportamiento de la naturaleza. La tertulia, por tanto, continuaba según el guión previsto, a saber, el problema de la atención entre humanos dentro del régimen digital dominante. Quizá impulsado por lo que acababa de escuchar, MG se tocó la frente y creyó notar que la tenía un poco caliente, pero no hizo caso, influenciado igualmente por la respuesta del tertuliano a sus 38 de fiebre, así que continuó andando hasta la cantina del castillo donde pensó se tomaría el primer café de la mañana. Nada más entrar le pareció que la cantina también estaba afectaba por un acontecimiento singular. Se volvió a tocar la frente y comprobó que la tenía más caliente que la vez anterior, hacía tan solo unos minutos. Entonces se preguntó hasta qué punto la singularidad de su fiebre tenía que ver, o no, con la singularidad de los comentarios de los parroquianos en el momento en el que MG entró en la cantina. Creyó oír que lo que estos comentaban versaba sobre el rumor que se había extendido en la ciudad respecto a la entrada, la noche anterior, de media docena de tanques en el castillo, sin que nada ni nadie hubiera ofrecido resistencia. Le dio la impresión de que el cantinero se esforzaba, sin conseguirlo del todo, en tratar de desmentir semejantes habladurías, que formaban parte de la conspiración que desde hacía tiempo se estaban urdiendo contra los Amigos del Castillo. La propia extrañeza que le produjo oír, por boca del cantinero, la palabra conspiración le hizo sospechar de su agudeza auditiva. A medida que escuchaba la conversación, la cabeza se le fue nublando con una serie de figuras y manchas que le impedían fijar la atención en las diferentes conversaciones que los parroquianos y el cantinero iban tejiendo. Lo de la conspiración del cantinero acabó por atravesársele con un clavo en medio del cerebro, obstaculizando la elaboración de asociaciones con lo que decían los otros, que siempre iban al rebufo de la voz cantante del propio cantinero. MG se tocó de nuevo la frente y notó que estaba más caliente que la segunda vez y mucho más que la primera. Todo ese calentamiento se producía al mismo tiempo que otro acontecimiento singular, los escalofríos que se iban apoderando del resto de su organismo, sobre todo en la espalda y de una forma rara en las axilas. Cogió su taza de café y se apartó a un rincón de la cantina para no oír tan de cerca las palabras de los parroquianos, que continuaban su intento, al menos sus gestos así lo atestiguaban más que sus palabras que las oía lejanas y confusas, de sonsacarle al cantinero si lo de los tanques era cierto y cual era el verdadero alcance de aquella invasión. Entre escalofríos y entre sudores MG logró recordar una antigua leyenda del castillo, que hablaba de la reunión que mantuvieron hace años un grupo de caballeros pertenecientes a una cofradía secular para tratar de asuntos relacionados con la seguridad del país. Para tal fin hicieron proteger los alrededores del castillo con una compañía de tanques, que impidió el acceso a los paseantes durante el tiempo que duró la reunión. Al final, cada cual, tanques incluidos, se fue por donde había venido y no se volvió a hablar del asunto. De repente, MG tuvo un ataque de tos y le pareció que había expulsado algo que se fue a depositar a los pies de uno de los parroquianos que se encontraban más rezagados respecto al, por decirlo así, núcleo duro de la conversación, que protagonizaba las respuestas evasivas del cantinero respecto a las insistentes preguntas de los parroquianos. Hacia su interior, sin embargo, lo que le ocurrió, al mismo tiempo que expectoraba ese algo no identificado, fue que se le enrollaron alrededor del clavo, como una boa, algunas de las palabras que le había oído al tertuliano mientras caminaba hacia la cantina. Lo que en el clavo de su cerebro se enrolló para quedarse allí fue, más o menos, que el siglo XX había sido el del enfrentamiento a sangre y fuego de las identidades, y que esa herencia hacía muy difícil el desarrollo de la atención a otra cosa que no fuera la pertenencia de cada cual, adscrita como la uña lo está al dedo, a lo que se conoce como una manera de ser o de sentir los colores. Esta apostilla futbolística que usó el tertuliano para rematar su intervención, MG notó que le apretó el clavo de su cerebro de una forma más ostensible, tratando de competir con ese algo que había expulsado mediante el ataque de tos y que seguía allí tirado en el suelo sin que nadie, de forma milagrosa, lo hubiera pisado todavía.