Se lo encontraba cada día MG en su itinerario alrededor del castillo. Algo y delgado como un junco, de aspecto unos días nórdico y otros eslavo, siempre con un zurrón colgado en el hombro derecho como un pastor aunque sin rebaño al vista, que a MG le pareció, la primera vez que lo vio, que escondía un misterio similar al que guarda celosamente la reina de Inglaterra en el pequeño bolso con que siempre se presenta en los actos oficiales. Las luces ilustradas de antaño apostaron por el brillo de la higiene corporal, pero metieron en las sombras que nunca creyeron producir la suciedad del alma, llamando a ese ocultamiento un acto legítimo de libertad. Dicho de otra manera, pensó MG al cruzarse un día más con su compañero de paseo, nos duchamos todos los días, pero las palabras que salen por la boca emiten un hedor nauseabundo sin que nos percatemos de ello, en nombre de la libertad de expresión, al decir de sus hablantes. Son palabras, siguió andando MG con tristeza, desbocadas y abyectas, desbarradas y ajumadas, palabras, en fin, huecas, hirientes, troleras, quejicosas y malolientes. Siempre tienen voluntad de combate y de victoria frente a las otras palabras, no les importa que sea mediante la suciedad verbal de esa libertad de expresión y a costa del arrumbamiento de cualquier atisbo de diálogo. La banalidad ambiente que estas palabras producen es el precio que hay que pagar (algo así como los muertos en accidentes de tráfico, dice MG al ver alejarse al que parece junco un día más), y con lo que hay que tratar cada día, por esa falta de higiene respecto al modo que tiene de tratar la enfática libertad de expresión aquello que no es capaz de ver. A lo que hay que añadir la indignación por su acomodo. Tal vez por eso el monje, así lo llama MG, sea un ejemplo cabal, en el sentido amplio del término, de lo que es un hombre moderno al fin limpio. Mira todo lo que se va encontrando, MG no puede evitar verse ya incluido en las consecuencias desconocidas de esa mirada, con una intención de querer atrapar lo permanente, que al mismo MG le evoca a su hermano del cuadro romántico mirando el mar con la paciencia propia de estar ante lo ilimitado. Su aspecto de higiene corporal y anímica no le evita trasmitir un aura de melancolía, que se alimenta de ese hábito diario de dar una o dos vueltas al camino de ronda del castillo. Al principio de cruzarse con el monje, MG notó que esquivaba su mirada. Tuvieron que pasar dos o tres semanas hasta que las miradas de ambos se cruzaron y una semana más hasta que surgió la primera sonrisa entre ambos. En la cantina del castillo nadie sabía nada del monje, por allí no había pasado nadie con esas características. Ninguno de los parroquianos lo había visto subir hacia el castillo, aunque según MG esto no era garantía de nada pues al cambio de ronda se puede acceder desde diferentes lugares desde la ciudad de abajo. Con las primeras palabras que intercambió con el monje, algunos días después de aquella primera sonrisa, MG se dio cuenta de que no era de la ciudad de bajo, también que su falta de indignación trasmitían una falta de acomodo, eran unas palabras que venían de lo que no se veía. ¿Venían, por tanto, del interior del castillo? ¿O su dueño era un forastero más forastero que lo eran los vecinos de aquella respecto al castillo? Podría ser un ángel, pensó MG, de esos que los de la cantina tienen necesidad de ver en sus conversaciones, aunque digan que hace ya demasiado tiempo que se han ido? Bien es verdad que se fueron por abandono de un tipo de convicción que los parroquianos de la cantina habían venido practicando respecto a la vida interior del castillo, pero, ¿eso quiere decir que no hay otros tipos de convicciones y de acceso al universo angelical y, por tanto, al interior del castillo? ¿Es el monje un enviado de los Amigos del Castillo, un portero que tiene la llave de acceso por la puerta de servicio? Pero, ¿cual es la puerta de servicio? Todo el mundo dice que solo hay una puerta de acceso, y todo lo el mundo sabe, al menos los parroquianos que MG ha tratado en la cantina, que esa puerta no es de libre acceso para los que viven en la ciudad de abajo y, menos aún, para los forasteros.