miércoles, 22 de mayo de 2019

CENICIENTA

Había días en los que de MG se apoderaba el síndrome de Cenicienta, y era entonces cuando se preguntaba si quién demonios habitaba realmente dentro del castillo era una mujer dormida, esperando que él entrase y decidiera besar sin pedirle permiso con la única excusa de despertarla. Era esta una de las historias infantiles que no abandonaba a MG, al igual que aquella pregunta que le hizo a su madre el día que cumplió cinco años, mamá, ¿que es más un día entero o hasta que pase la primavera? Fue así que el último día que se sintió poseído por el síndrome de cenicienta se topó, además, con el monje habitual hablando excepcionalmente  por teléfono, cuando todo le pareció que podía ser distinto. El castillo dejó de aparecer, al darle la vuelta, la fortaleza militar habitual. Quiso encuadrarlo bajo la influencia de esos recuerdos infantiles, para ver si su misterio se le mostraba de manera diferente. Ponerlo al alcance de la belleza de aquella inocencia, no le parecía un método desechable. Pretendía con ello hacer del castillo un espacio intermedio entre entre su aspecto pétreo que lo situaba en el pasado y este presente de MG que le daba la vuelta cada día. Había algo de víctima en ese pasado, que desde la cantina no dejaba de afianzarse de cara a los parroquianos y a los vecinos de la ciudad, que le impedía verse también como victimario. Todo el mundo comentaba en la cantina y en la ciudad que en su interior había ocurrido, a su entender, cosas inconfesables. Debido a ello MG pensaba que este podría ser el motivo principal porque no permitían la entrada a extraños a las instalaciones mas interiores, aunque lo inconfesable también pudiera ser que no había nada que confesar. Las visitas programadas estaban calculadas para que cumplieran a rajatabla este fin: adentrarse en el castillo con un guía hasta las puertas de la residencia de sus guardianes: los Amigos del Castillo. Lo que se pretendía con esta forma de organizar las visitas era reproducir (esto era lo que el guía contaba a los visitantes) la estrategia defensiva que inauguró este tipo de fortificaciones, en un momento histórico, siglo XVII, en el que la concepción de la guerra estaba cambiando radicalmente y para siempre. Cuando escuchó en la cantina del castillo, en concreto por boca del cantinero, estos cambios en la relación del interior del castillo con su exterioridad, MG comprendió que algo se estaba moviendo entre los Amigos del Castillo. Entre el día que abrieron el camino de ronda para que los paseantes pudieran dar la vuelta al perímetro de sus murallas y el día que se organizó la primera vista guiada al interior del castillo, con las condiciones descritas por el cantinero, habían pasado cinco años. MG pensó que las vueltas alrededor del castillo que cada día atraía a un mayor número de paseantes, tanto de la ciudad de abajo como de otras ciudades lejanas, habían producido el efecto bíblico de Jericó, no previsto ni deseado en absoluto por los Amigos de Castillo. Las murallas podían llegar a derrumbarse si no hacían algo para impedirlo. De resultas de semejante amenaza surgió, al entender de más de algún parroquiano de la cantina tal y como lo escuchó MG, la organización de las visitas guiadas y controladas al primer interior del castillo. Así fue como lo denominaba el díptico que el guía entregaba a los visitantes  No le cabía ninguna duda, que con esa decisión los Amigos del Castillo consiguieron un nuevo equilibrio entre la popular exterioridad y la misteriosa interioridad de la fortaleza, que duraría otros tantos siglos. Por tanto, pensó MG, de nada valía insistir en empujar por este camino. Las nuevas murallas estaban pensadas para durar más allá de sus propios cimientos fundacionales. Tenían, por decirlo así, un nuevo aura de permanencia y pertinencia. Fuera por ello, tal vez, que la imaginación de MG se vio impregnada de ese nuevo estatuto del castillo, lo que le impulsó a mirarlo con otros ojos en su vuelta diaria por el camino de ronda. Con ojos que lo pudieran ver como un espacio intermedio entre lo que fue y lo que los Amigos del Castillo querían convertirlo. Entre ese artificio y la naturaleza que lo rodea. Para ello dejarse llevar por el síndrome de Cenicienta podría ayudarle a aproximarse al misterio del castillo, sorteando la vigilancia escrupulosa de aquellos.