lunes, 18 de marzo de 2019

ALMAS DOLIENTES

La novela “El ancho mar de los sargazos”, de Jean Rhysaspira a contar algo que no son los antagonismos propios (con sus sentimientos añadidos de odio y amor, resentimiento y venganza) provenientes de una peripecia colonial que sintonizara con una visión de la linealidad histórica (conocida por el lector porque es en la que respira cada día), sino contar a que otros asuntos remiten esos antagonismos (que no sean los de obligado cumplimiento historicista), y de qué modo constituyen parte del mundo o, mejor aún, de qué modo el mundo (no una sociedad concreta) los constituye a ellos. Si la autora hubiera querido contar una historia, digamos, vista desde el lado de los esclavos negros liberados, nadie mejor que la criada Christophine para tal misión, pues lo sabe todo y sabría callarse lo que perjudicara a la verosimilitud de la historia de su liberación. Y si la hubiera querido contar de forma más “neutral”, un narrador en tercera persona bien documentado habría escrito algo muy sólido y verosímil. Pero es evidente que no ha querido contar ni una historia ni la otra y, menos aún, una historia vista desde el lado de los antiguos imperialistas de las colonias caribeñas. Lo que si me parece que ha querido contar es una historia con la visión, digamos, de narradores más especulares (no tan dominadores de lo que cuentan), cómo se dice en la ECH. Una historia abierta y alada contra el dogmatismo acerado de LA HISTORIA, donde aquella sea un espejo de esta, no como siempre la víctima propiciatoria del imperativo inmediato de sus hechos. Una historia que pueda respirar al margen de esa inmediatez (algo con otra causalidad, para entendernos), con una visión más panorámica o no tan pegada al pie de obra de una visión psicologista o política o sociológica, histórica en fin, de los hechos y sus motivos visibles. Así como lector descubro el lugar idóneo donde colocarme, para tratar de entender el juego extraño al principio, pero al fin y al cabo convincente, de las voces de los narradores y protagonistas, que hacen avanzar, otorgando una densidad y una perspectiva nada habituales, a la novela de Jean Rhys. 
Antoinette Cosway no podría sobrevivir, y menos aún hacer oír su voz, dentro de la lucha feroz de la visión historicista, pero si puede hablar con misteriosa claridad, y el lector comprender lo que dice, aupada ahí arriba donde la coloca la autora “libre” de Prejuicios Históricos (lo que llamo aupada en su alma, y yo como lector en la mía si quiero oírla), donde se reflejan, en colaboración paradójica, los que le silenciarían la palabra allí abajo, en el fango de lo Histórico, debido al ruido ensordecedor de las envestidas coloniales de los unos y de la liberación esclavista de los otros. Esa es, creo yo, la misión del protagonismo ordenado (o edulcorado) que la autora le otorga al marido de Antoinette, sin convertirlo en alguien plano o en un don nadie, y de la impagable contención con que dibuja el carácter de Christophine, mediante el que transforma su resentimiento y odio en luminosa sabiduría. Esta compleja estructura la propicia, como no, el talento de la autora, produciendo en el lector un cambio en su percepción frente a lo que está acostumbrado. Lo cual no es óbice, al contrario es un acicate, para poder leerlo entre las turbulencias de todo tipo de este siglo en el que vivimos, pues a ellas sin duda interpela. 
En fin, todo sea por oír y comprender la voz del alma de Antoinette Cosway que habla a impulsos o ráfagas (como ese alma hipersensible y doliente que todos llevamos dentro, ya vivamos en una sociedad esclavista o en una sociedad buenista), pero con una lucidez tan misteriosa como sobrecogedora. Y es que cuando el imperativo de lo Histórico no domina ni determina de forma apabullante (se aparta) el destino de las frágiles historias humanas, aflora lo que sucede siempre en todo tiempo y lugar. No en balde las ultimas palabras de Antoinette son también las de la novela. Dicen así: “Ahora, por fin, sé por qué me trajeron aquí y sé lo que debo hacer. Seguramente había corrientes de aire, ya que la llama de la vela parpadeó y pensé que se había apagado. Pero la protegí con la mano, y la llama volvió a alzarse, y a iluminarme en el largo pasillo.”