viernes, 8 de marzo de 2019

ANTICICLÓN

Vamos al tajo, fue lo que le dijo a Aníbal Guevara el hombre de los dos bastones, Atilano era su nombre, cuando lo encontró al inicio de la subida al castillo la penúltima mañana del invierno.  El sol lucia con esa fuerza previa que anunciaba el inminente cambio de estación. Los pronósticos meteorológicos anunciaban la presencia indiscutible del anticiclón en las próximas horas e incluso en los dos o tres días siguientes. Cuando Guevara llegó arriba se encontró en la puerta de entrada, en el espacio que había al lado de una de las antiguas garitas, con la brigada de mantenimiento que estaba arreglando la estructura de la muralla más exterior del castillo. El capataz, que estaba al frente de la brigada, saludó a Guevara con un leve movimiento de la mano, luego continuó hablando con sus ayudantes y algún que otro aprendiz que formaban parte del grupo. Al lado de la otra garita (que conservaba dentro las inscripciones de un antiguo centinela, en las que hacía referencia al frío que estaba pasando mientras recordaba con pasión a la novia ausente y distante a muchos kilómetros de donde el soldado se encontraba) el intelectual local parecía ensimismado mirando la línea nítida que dibujaba la cadena de montañas sobre el cielo azul, como si, después de los días nubosos anteriores, aquella recuperación de la visibilidad del horizonte fuera la primera vez que la contemplaba en lugar de una renovación de lo de siempre. Mientras, a su lado, los galgos que lo acompañaban esperaban pacientes los vaivenes contemplativos de su amo, sin mover la cola ni emitir el más leve de los ladridos, los galgos tienen ese carácter. En la fonda de los bajos de la ciudad, Guevara había oído a unos parroquianos mientras tomaba un café, antes de iniciar la subida al castillo y antes de encontrarse con Atilano, que la mejora de los exteriores de muralla había sido una decisión de los Amigos del Castillo, pues temían que alguien se pudiera colar por las grietas que habían ido apareciendo con el deterioro del paso de los años. También oyó, en la misma conversación, que el capataz era pariente cercano de uno de los de la junta de los Amigos del Castillo. Antes de iniciar su vuelta por el camino de ronda dela cortaleza, Guevara estuvo tentado de preguntar al capataz si sabía de donde le venía el temor a la invasión de los Amigos del Castillo. Si ese miedo estaba provocado por estar tan cerca de los vecinos de la ciudad que se veía allá abajo o, por el contrario, el temor a la invasión continuaba teniendo su origen en el motivo de la construcción del castillo hace más de trescientos años, es decir, en lo que pudiera venir de allá lejos al otro lado de las montañas que forman la frontera con el país de al lado. Se hubiera acercado al capataz y con el debido respeto le hubiera hablado tal y como lo pensaba, lo hubiera interrumpido, así, en su conversación distendida con los aprendices y sus ayudantes. Sin embargo, cuando se fijó de nuevo en la actitud ensimismada del intelectual local, que, junto a la quietud de sus galgos, seguía mirando al horizonte que formaban las montañas, limpio de excrecencias como hacía días que no aparecía así a esas horas de la mañana, comprendió que no era una idea acertada. Era más que probable que el capataz se tomara a broma sus preguntas, lo que no iba a impedir que fuera con la embajada a los Amigos del castillo. Lo que a Aníbal Guevara le preocupaba no era tanto que pudieran tomar represalias contra él, como que calificaran su actitud al acercarse al capataz como algo que tuviera que ver con su mal carácter y que eso hiciera que no consideraran conveniente que pudiera seguir dando vueltas al castillo. No en balde, la traza del camino de ronda a la fortaleza la habían consentido hacer ellos, al igual que su usufructo por parte de los paseantes, siempre y cuando no hubiera por parte de estos intromisiones que ellos juzgaran indeseadas o indeseables. En tal caso, así quedó escrito en el documento de autorización que firmaron los Amigos del castillo y las Autoridades de la ciudad, la junta de la asociación se reservaba, como primera medida cautelar, el derecho de admisión al camino de ronda.