jueves, 14 de marzo de 2019

CIELO DESPEJADO

Su superior no debía ser otro que el presidente de la Asociación de Amigos del Castillo. Cuando Aníbal Guevara lo vio salir por la puerta aquella mañana hizo tal asociación para sobreponerse a la sorpresa. Después de todo iba pensando en disfrutar la vuelta al castillo bajo un cielo totalmente despejado y con el viento en perfecta calma. Los tres días anteriores habían estado protagonizados por el fuerte viento del norte, al que siempre lo acompañaba una violencia que no solo se cebaba sobre el cuerpo del caminante, sino que también dejaba su imperceptible huella sobre el ánimo, el cual comenzaba a recuperarse otros dos o tres días después bajo el influjo de los cielos limpios de cualquier rastro que significara algún tipo de amenaza. El que salió por la puerta era un tipo de baja estatura con una enorme barriga, que iba acompañado por un perro labrador que llevaba sujeto a una cuerda. La sorpresa le vino a Guevara no tanto por la estampa voluminosa del hombre y su perro, como por el hecho de verlos aparecer en el momento que se abría la puerta del castillo. El caso es que ya los había visto por separado la mañana anterior, cuando el viento norte soplaba con toda su fuerza inclemente. El primero que vio fue al perro que trataba de abalanzarse, sin conseguirlo, sobre una perra que se protegía entre los brazos que le ofrecía su dueño. Este a duras penas se sostenía entre la fuerza del viento por un lado y la del perro en celo por otro. Solo acertó a decirle a Guevara, en el momento que se cruzaron en el camino, que el tenia todos los permisos en regla para pasear a su perra alrededor del castillo, el dueño de este labrador, continuó, no debe estar enterado de que para pasearse con un perro, o con cualquier otro animal, hay que tener todos los permisos en regla. Guevara le contestó, al ver que se dirigía a él pidiéndole su aquiescencia, que no estaba enterado de semejante norma y desde cuando estaba vigente, y, menos aún, si tenía un ámbito de aplicación estatal o solo se circunscribía al término territorial del castillo. Ciertamente, contestó el joven que trataban de defender a su perra de las envestidas del perro labrador, el castillo tiene un dueño aunque su ausencia continuada haya hecho creer a los que caminamos a su alrededor cada día que es de todos. La fuerza de la costumbre se entromete así en la legalidad de la propiedad. Y quien es el dueño preguntó Guevara, ahora ya con más interés por seguir la conversación con el joven de la perra. Aunque parezca increíble, el dueño del castillo es el castillo mismo, pues así lo quiso su último propietario. Para entendernos, continuó el joven de la perra, éste legó todos sus derechos sobre la propiedad de la fortaleza a su ausencia. Quiero que mi ausencia sea un hueco o un vacío sólido dentro de las murallas que lo protegen. Y los Amigos del Castillo que pintan en todo esto, preguntó Guevara. Son los albaceas perpetuos de esa ausencia, de que su solidez se mantenga en los mismos términos que dejó escrito su anterior dueño en su testamento. Cuando se despidieron el perro labrador dejó de acosar a la perra atraído por un silbido, a oídos humanos casi imperceptible, que venía orientado en dirección del ojo del viento norte, en la misma que continuó su paseo Aníbal Guevara. Pocos minutos después encontró al autor de los silbidos que, como si fuera a un niño pequeño, amonestaba con energía al perro labrador por haberse despistado. Por los ademanes que tenía, no le pareció a Guevara que estuviera al tanto de la normativa que le acababa de confesar el dueño de la perra, del que acababa de despedirse unos metros más atrás. Aunque al verlo salir esa mañana por la puerta del castillo, lo que pensó Guevara fue, muy al contrario, que no solo sabía todo sobre la normativa para caminar alrededor del castillo, sino que era el que tenía la orden de hacerla cumplir. Por un momento no quiso desperdiciar la ocasión de preguntarle al tipo de la barriga por su cometido, pero en esta ocasión, a diferencia de hacía dos días, lo notó menos solícito, menos oculto tras la regañina infantil que le propinó al perro labrador. Sencillamente lo intimidó su presencia al verlo atravesar la puerta del castillo. Prefirió, entonces, continuar su camino y recuperar el ánimo que el día luminoso le había inculcado. Lo intentó, pero el recuerdo del aquel tipo, su enorme barriga y el perro labrador que lo acompañaba sujeto a una cuerda, no lo abandonaron durante todo el camino. Al fin y al cabo, él caminaba alrededor del castillo, también, sin ningún tipo de permiso reglamentario.