jueves, 21 de marzo de 2019

PRIMAVERA

Según anunciaron los meteorólogos la primavera había entrado a las diez de la noche del día anterior. Por tanto la vuelta al castillo de la mañana siguiente tenía esta novedad añadida, que se repetía cada año por las mismas fechas. Aníbal Guevara se lo hizo notar al camarero de la cantina de las afueras de la ciudad, en la que se detuvo a tomar un café, para comprobar cómo aquel veía la entrada de la nueva estación meteorológica. También le quería comentar la inesperada afluencia de perros que se paseaban, mas o menos libremente, por los alrededores del castillo. La primera vez que los vio por separado no le dio demasiada importancia. Iban todos acompañados por su dueño,  aunque bien es sabido que quien saca a pasear a estos animales no siempre es su dueño, que solía estar cerca de donde Guevara divisaba al can por primera vez, cuando no iba pegado a su vera unidos los dos por la correa habitual en estos casos. Comparado con lo que estaba habituado a ver en la ciudad le parecía una extensión de semejante práctica al entorno del castillo. La cosa empezó a parecerle sospechosa, cuando se encontró de sopetón con un perro labrador tratando de montar literalmente a una perra que iba, a duras penas protegida, por los brazos de su dueño. Debió ser unos días antes de la llegada de la primavera, antes de que el viento norte soplara con la fuerza que lo hizo, cuando todavía costaba imaginar que la primavera pudiera entrar pronto, o incluso que pudiera volver a su cita anual, justo por donde entraba el viento norte, que era el lugar desde donde vigilaba la otra fortaleza situada en la misma raya fronteriza. Aníbal Guevara vio primero al paseante con la perra entre los brazos, abrazándola como si fuera un niño pequeño, con cara alarmada ante un peligro inminente que el solo parecía ver o detectar. Cuando Guevara giró la vista para seguir su camino, se le echó encima, haciéndole perder el equilibrio, el perro labrador en busca de la perra que el otro llevaba entre los brazos. Fue entonces, después de ponerse como pudo de nuevo en pie, cuando descubrió que el miedo que reflejaba el rostro del dueño de la perra se había convertido también en el suyo. Antes de saber que hacer, si seguir andando o echarle una mano al otro paseante, Guevara puso su mirada sobre una de las torres del castillo. Así comprobó que, en contra de lo habitual a esas horas de la mañana, las luces estaban encendidas. No vio ninguna silueta moverse a través de los visillos. Solo la luz, que parecía vigilar todo lo que estaba sucediendo en el camino de ronda. La torre se parecía a la de un pequeño hotel que había a las afueras de la ciudad, justo al lado contrario donde estaba situado el castillo, que había cerrado hacía un par de años, sin que nadie en la ciudad supiera realmente las causas. Alguien, a quien había oído el camarero de la cantina, se había preguntado en voz alta, un día sentado en la barra mientras se tomaba una cerveza, ¿qué otra cosa se ha podido construir con una finalidad más elevada? Luego resultó que quien así interrogaba era un pariente lejano del dueño del pequeño hotel. El perro labrador consiguió auparse hasta lo brazos del hombre que protegía a su perra. Cuando Aníbal Guevara se disponía a echarle una mano, una voz estruendosa gritó desde detrás de unos matorrales, ¡Jefe! Automáticamente el perro dejó de acosar al hombre y al animal, y salió corriendo en dirección hacia donde venía la voz, cuyo dueño no aparecía, como si la voz viniera de la tierra misma. Cuando Aníbal Guevara se disponía a reanudar su camino, una vez que comprobó que el hombre y la perra reanudaban el suyo, divisó a unos cincuenta metros la figura de una hombre gordo abrazado a Jefe. Al llegar Guevara a su altura, le dijo, en un tono tranquilo que no pretendía transmitir enfado y menos maldad, que las personas que paseaban así con sus  perros, sobre todo alrededor del castillo, eran unos imprudentes. Luego se despidió cortésmente de Guevara y volvió sobre sus pasos, que no seguían la traza del camino del ronda del castillo, sino que se adentraba discretamente hacia una vaguada que se dejaba de ver después de una pronunciada curva.