Los neurólogos siguen empeñados en hacer entender a los padres, ya han dejado por imposible a los docentes, que no deben entorpecer la capacidad creativa de sus hijos, sin explicarles qué quieren decir con ello. A saber, si se refieren a la creación estética o a la creación artística. A las habilidades propias relacionadas con el cerebro o las preguntas que tienen que ver con el alma. Ser artista, confiesa Rainer María Rilke, quiere decir no calcular ni contar: madurar como el árbol, que no apremia a su savia, y se yergue confiado en las tormentas de primavera sin miedo a que detrás pudiera no venir el verano. Siempre se ha comparado la educación de los niños con el crecimiento de los árboles, en el sentido de que deben hacerlo rectos y hacia el cielo. Pero el cerebro, si no entiende de religión ni de filosofía, ya que el cerebro cuenta y calcula, si no sabe distinguir los dos sentidos diferentes de la palabra utilidad, si para el cerebro solo hay un sentido al alcance de la utilidad de lo útil, si el cerebro no sabe distinguir la utilidad de lo inútil, ni la inutilidad de lo útil, ¿por qué ha de saber cual es la mejor educación para los niños,? ¿Cuando hablamos de la crisis de la modernidad, hablamos de lo que le falta al cerebro para ser moderno, o de lo que le sobra? Kakuzo Okakura al describir el ritual del té, había reconocido, en el placer de un hombre cogiendo una flor para regalarla a su amada, el momento preciso en el que la especie humana se había elevado por encima de los animales: al percibir la sutil inutilidad de lo inútil el hombre entra en el reino del arte. Puestos a contar y a medir como le gusta al cerebro, ¿cuánto cerebro hace falta para llevar cabo el acto que describe Okakura?