Aníbal Guevara salió de la cafetería donde había tomado el primer café de la mañana en compañía de su mujer, como cada día. Empezó a caminar con decisión, adentrándose en la claridad que el viento norte había traído a la ciudad barriendo los primeros polvos en suspensión primaverales y los de la contaminación que favorece la duradera estabilidad meteorológica invernal. Desde los primeros pasos divisó con nitidez, allá en lo alto, la silueta del castillo. No podía decir que era majestuosa, pues nunca fue esa la intención de su arquitecto, pero a Guevara siempre que la meteorología le daba la oportunidad le gustaba recrearse en su perfil críptico. No era el castillo feudal, intimidatorio, dispuesto a pararle los pies al que intentara acercarse armado hasta los dientes a sus murallas. Tampoco era el palacio burgués, acogedor, dispuesto a facilitarle el paso a la fiesta a quien hubiera sido invitado por los que la habían organizado, que era también los dueños. El castillo que divisaba Guevara tenía forma de planta extensa con varias construcciones repartidas en su núcleo interior, al que solo se podía acceder a través de una laberinto de murallas que lo rodeaban. Eso era lo que mostraba el plano que habían colocado a la entrada, pues él no había entrado nunca. Visto desde donde él estaba bien pudiera parecer, favorecido sin duda por la fuerza limpiadora y deformadora del viento norte, un pequeño pueblo colocado apaciblemente sobre la colina, como si formara parte de ella desde siempre. Cuando llegó arriba, esa mañana no se detuvo en la fonda de las afueras de la ciudad a tomar el segundo café, el viento norte aceleró súbitamente su velocidad y empezó a soplar con más fuerza, tanta que le hizo perder el equilibrio mientras estaba pensando qué hacer. Si seguía el trazado pegado a la muralla, que es el que habitualmente hacía, las ráfagas de viento lo zarandearían sin piedad durante todo el recorrido, aunque de esta manera podría ver con total nitidez el paso de la frontera por donde se colaba ese viento norte, al decir de los meteorólogos. Ojo del viento norte llaman al lugar exacto por donde entra, ya que es el punto más bajo de la cadena de montañas que hacen de frontera. Por eso también es el paso fronterizo de personas y mercancías, y desde que construyeron la fortaleza que hay allí también es donde le dan la réplica militar al castillo donde da vueltas Guevara. Días como esos, en los que el viento norte lo dominaba todo, Aníbal Guevara se sentía invadido por un malestar físico en forma de pesadez en las piernas, que poco a poco se trasladaba al ánimo en forma de paulatina decepción. Al fin y al cabo, la nitidez del ambiente que le ensanchaba el alma en los primeros pasos acababa, al verlo todo más claro, por encogerla al verse superada por las incompatibilidades que apreciaba bajo el foco de la fuerza del viento norte. Por ejemplo, la presencia ineludible de la fortaleza de la frontera, que en días normales no se veía o lo hacía envuelto en una neblina espesa, en días de viento norte recuperaba su vieja hostilidad trasmitiéndola, como traída en volandas por el propio viento, al interior donde habitan los Amigos del Castillo, como si fueran los verdaderos dueños. Esa era otra de las razones, a parte de las ráfagas del viento norte, que animó a Guevara a optar esa mañana por el camino más alejado del que sigue la traza de las murallas más exteriores del castillo. La hostilidad renovada de los dos castillos, encarnada por los golpes imprevistos del viento en donde se encontraba Guevara, no era algo que éste quisiera presenciar y, menos aún, que lo pillara en medio del enfrentamiento. De repente, el ambiente se hizo desalentador y empezó a ejercer sobre Guevara una violencia a la que temía siempre que subía a caminar, pues intuía que se encontraba alojada en cada rincón del laberinto del recinto amurallado, dispuesta para proteger a los únicos habitantes de las edificaciones interiores, los Amigos del Castillo. Siempre trataba de convencerse, cuando soplaba así el viento, que alguna vez tendría que enfrentarse con lo que suponía ese peligro, sus influjos imperceptibles, pero al final optaba por seguir el camino de abajo desde el que la silueta del castillo era prácticamente invisible y la fuerza del viento norte era inapreciable. Una vez más, aquella mañana, fue lo que hizo.