En el salón de actos del centro cultural la Acebeda, sito en una de los barrios de nueva creación dentro del programa de ampliación de la ciudad hacia el oeste, el filósofo Darío Dreymuller dio una conferencia sobre el futuro de la vocación educativa, en una sociedad que ha perdido la verticalidad impositiva tradicional en favor de una horizontalidad performativa digital. Era el 11 de marzo de 2004. Fuera toda la ciudad se sentía convulsionada por las explosiones habidas en los trenes de cercanías a primeras horas de la mañana, que habían dejado, a esas horas de la tarde, cerca de doscientas víctimas mortales. A Dreymuller le ofrecieron la oportunidad de suspender el acto, pero él prefirió mantener su convocatoria cuando le vino a la cabeza una experiencia similar que tuvo Max Weber hacia casi cien años. Efectivamente, fue en una fría tarde de enero de 1919 cuando, en una sala estrecha y no muy iluminada de la ciudad de Múnich, el pensador alemán doy su famosa conferencia: La política como vocación, donde define esa vocación como el taladrar de duras tablas con pasión y tino. Fuera de la sala donde había disertado Weber, igualmente que en los trenes de 2004, la barbarie nazi comenzaba a imponer su letal trabajo. Este paralelismo entre un acto y el otro llevaron a Dreymuller a orientar las palabras de su conferencia hacia un lugar poco habitual de la vitalidad del intelecto, a saber, uno puede ver y comprobar cada día que las cosas y las personas que imposibilitan la educación y la democracia son en su esencia irremediables, pero al mismo tiempo uno debería estar decidido a que aquellas fueran de otro modo, tanto por separado como en su irreductible interrelación. Un espía, dijo así Dreymuller en un momento de su intervención, que estuviera vigilando a los maestros y profesores de escuelas e institutos desde el inicio de su jornada laboral, no sabría realmente que estarían haciendo allí dentro (tanto en las aulas como en los despachos) y si lo que hacían tenía que ver realmente con la educación. No sería suficiente, entonces, que se leyera de principio a fin los objetivos y procedimientos que constan por escrito en el diseño curricular del centro educativo en cuestión. Tendría que examinar primero las circunstancias de índole personal y después las posibilidades objetivas que ponen límites a todos los actos y decisiones que se hacen y se toman allí dentro. Observaría, así, la infinidad de decisiones que los profesores toman (muchas de ellas de acuerdo con los progenitores de los alumnos en sus reuniones tutoriales) que, o bien no tienen nada que ver con los objetivos del diseño curricular del centro educativo acordado por mayoría en el claustro o, si sí se atienen a la hoja de ruta diseñada todo se convierte, de repente, en un oficina de dudas y vacilaciones en el mejor de los casos, o en una caseta de apuestas mutuas en el peor. En cualquiera de los casos, no han nada que no ablande o lubrique ese taladrar en duro en que, al fin y al cabo, se convierte el día a día educativo, como unas risas en los grupos de whatsapp donde los damnificados del asunto se refugian. ¿Por qué no lo dejan?, se preguntó y preguntó Dreymuller a quienes lo estaban escuchando. Porque, respondió (recordando la escena primera de El Proceso de Kafka, en la que Josep K dijo, a quienes lo habían detenido sin acusarle de nada, que estando en el banco donde trabajaba nada de esto le habría sucedido), fuera de la escuela o el instituto los profesores y los alumnos serían unos don Nadie porque no tendrían función alguna, amenazados de ser detenidos en medio de la calle sin haber cometido delito alguno, aunque sintiendo toda la culpa del universo sobre su conciencia.