Un narrador no es un busto parlante igual que los que salen en los telenoticias, aunque su presencia estática así lo haga parecer al lector, que sin miramientos se lo lleva, al narrador, al terreno que más conoce, que es el de protegerse con él convirtiéndolo en un puntal más de propia coraza.
El narrador no es narrador porque el lector lo oiga hablar desde afuera, sino porque escucha lo que el lector esconde dentro.
Creo que la tarea de la literatura -del arte en general- es generar obras que estimulen a la gente a observarse a sí misma y al mundo en que vivimos más de cerca o, quizá, desde otro punto de vista. No a leer como el que ve habitualmente un telediario o lee un periódico.
La lectura (al estimular al lector a observarse a sí mismo y al mundo en que vive) no hace otra cosa que develar todo el cúmulo de falsedades, fundamentalmente de color y estructura técnica, con las que el lector se protege cada día, y sin las cuales le sería imposible levantarse de la cama. Nunca como en este siglo XXI nos creemos menos poseedores de nuestro genuino lenguaje, entregados como estamos a estructuras anónimas subyacentes, pero nunca, igualmente, necesitamos darnos cuenta que somos lo que somos gracias al lenguaje propio y apropiado que tenemos, o debemos tener, a la mano. Necesitamos vernos hablando y leyendo, en fin, necesitamos vernos escuchando al otro, vernos conversando con el otro.