En 1845, Henry David Thoreau se mudó a la cabaña que había comprado junto al lago Walden, en Connecticut ciudad que pertenece al estado de Massachusetts. Su idea era aprender a vivir fuera del mundanal ruido o, como el mismo decía, lejos del ruido del parloteo o del hablar por hablar con que habitualmente se comunicaban sus convecinos. Su decisión, dijo, no tenía que ver con la que pudiera desprenderse del retiro de un ermitaño, sino con la de alguien que pretendía alcanzar a comprender el valor auténtico de la conversación entre seres humanos. Los muebles que eligió, entre otros, para ocupar la cabaña en la que pensaba vivir durante los próximos dos años así lo atestiguan. Comunicó a su amigos que en su cabaña habría tres sillas: una para la soledad, otra para la amistad y una tercera para la sociedad. Con ellas pretendía dibujar un triangulo equilátero, virtuoso e ideal, donde situar el uso de la palabra en relación al ámbito donde el ser hablante se encontrara en cada momento de su existencia.
El coordinador del centros de recursos educativos, Eloy Tizón, invitó a Ernesto Arozamena a dar una conferencia en la sede de la institución que presidía, pocos días después del Día Internacional de la Educación y de la intervención de su alumno Santiago Abad. Arozamena, después de pensárselo unos días, le dijo que si a Eloy Tizón. Arrancó su conferencia, a la que tituló “La conversación educativa que necesitamos”, con aquel testimonio de Thoreau, porque le parecía, tal y como el mismo lo justificó después, que las tres sillas que se llevó el pensador norteamericano a su humilde cabaña del lago Walden no formaban parte del amueblamiento sofisticado con que se llenan las instalaciones educativas, donde se alojan cada día los alumnos y profesores realmente existentes. Dicha falta, dijo, puede ser un indicio significativo de que en las aulas también están ausentes la soledad, la amistad y la sociedad. Sin embargo, justo es reconocerlo, nunca tuvieron tanta presencia las personas que les dan a aquellas aparente contenido y forma, mediante el dinamismo y colorido indiscutible que han introducido las nuevas tecnologías en su trajín de identidad diario. Lo cual puede querer advertir que las aulas y los hogares no están llenos de vida, sino de huecos por donde se mueven los restos que aún queda de vida, que no es lo mismo. Huecos que, como pudiera parecer, no ocupan los funcionarios padres y profesores, ni los funcionarios hijos y alumnos de internet, cuya función, valga la redundancia, es que la energía propia de la vida no se utilice para renovarse a sí misma, sino para hacer funcionar a la maquinaria del sistema al que aquellos han decidido poner a su servicio. Huecos que al día de hoy están vacíos e ilocalizables. Así queda claro que sistema y vida tampoco son lo mismo, recalcó de nuevo con énfasis Arozamena. Reconocida la advertencia, continuó, entonces, ¿cómo encontrar esos huecos donde se aloja la vida? ¿Como llenarlos, es decir, cómo encontrar y colocar en las aulas y los hogares aquellas tres sillas de Thoreau, en la actualidad ausentes? Fue el escritor libanés, Khalil Gibran, en su libro, El profeta, quien puso el dedo en la yaga al hablar directamente de los hijos (y, por extensión, los alumnos), objeto y materia de la función de aquellos funcionarios. Dice así, “Y una mujer que sostenía un bebé contra su pecho dijo, Háblanos de los Hijos. Y el contestó: Vuestros hijos no son vuestros hijos. Ellos son los hijos y las hijas de la Vida que trata de llenarse a si misma. Ellos vienen a través de vosotros pero no de vosotros. Y aunque ellos están con vosotros no os pertenecen. Les podéis dar vuestro amor, pero no vuestros pensamientos. Porque ellos tienen sus propios pensamientos. Podéis dar habitáculo a sus cuerpos pero no a sus almas, Pues sus almas habitan en la casa del mañana, la cual no se puede visitar, ni tan siquiera en los sueños. Podéis anhelar ser como ellos, pero no luchéis para hacerlos como sois vosotros. Porque la vida no marcha hacia atrás y no se mueve con el ayer. Vosotros sois los arcos con los que vuestros hijos, como flechas vivientes son lanzados a la Vida. El Gran Arquero ve la diana en el camino del infinito, y la dobla con su poder y sus flechas pueden ir rápidas y lejos. Haced que la forma en que dobléis el arco en vuestra manos sea para alegría. El también, además de amar la flecha que vuela, ama el arco que es estable.”