lunes, 18 de febrero de 2019

HUMEDAD RELATIVA

Ya había amanecido cuando Aníbal Guevara emprendió aquella mañana el camino que lo llevaría un día más a las puertas del castillo. Tenía que esperar a los primeros días de febrero para que la luz le acompañe al salir de casa, algo que agradece como buen perseguidor de la luz que le complace sentirse. Nada más empezar a subir la empinada cuesta final se dio cuenta de que el militar iba caminando medio escondido entre los pinos que festoneaban la subida. Le pareció extraño, pues normalmente se lo encontraba en la primera o, a veces, en la segunda vuelta que daba al castillo junto al paseante de los galgos, un intelectual local conocido por sus concurridas conferencias en el ateneo provincial. Aníbal Guevara llamaba militar a aquel no porque lo fuera, sino mas bien porque daba sus paseos pertrechado con un pieza tres cuartos atezada con los colores propias de los militares de campaña. En los bajos de la ciudad decían que el militar andarín formaba parte de la junta de los Amigos del Castillo, y que sus visitas diarias alrededor de la fortaleza tenían una misión de vigilancia encomendada unánimemente por los miembros de la propia junta. Aunque era de día la humedad relativa era muy alta, por lo que la luz del sol a duras penas atravesaba el denso espesor de la niebla, que cubría por completo la habitual estampa del castillo que observaban los paseantes a medida que iban subiendo. No puede decirse que esa estampa fuera imponente, como los castillos románticos de Baviera o los castillos medievales de Castilla, muy al contrario está fortaleza había sido construida no con la intención de intimidar desde lejos, sino de inquietar paulatinamente a quien se fuera acercando a sus dominios. A ello contribuía, como queda dicho, los días de niebla. Al llegar a la puerta del castillo, el militar se paró durante unos segundos y la observó con detenimiento. Aníbal Guevara, que había seguido sus pasos desde abajo, comprobó la cara de satisfacción que puso. Luego, mientras Guevara iniciaba su vuelta por el lado de la derecha del camino de ronda de la fortaleza, el militar siguió su camino por el de la izquierda, decisión que le devolvió a aquel el tono de la rutina perdida, pues esa mañana iba a dar solo una vuelta al castillo lo que le evitaba encontrarse con el intelectual local y sus galgos, y, lo más importante, le evitaba presenciar el encuentro de frente, más que probable, entre el militar y el intelectual. En la fonda que se encuentra a las afueras de los bajos de la ciudad, justo donde se inicia la subida al castillo, y en la que algunos días se paraba Guevara al bajar del castillo a tomar un café con churros, los parroquianos eran más partidarios del militar que del intelectual. Del primero decían que en la junta de los Amigos del Castillo lo definían como un caballero antiguo, lo que, al parecer, lo acreditaba como el verdadero señor del castillo; mientras que del segundo decían que sólo sabía hablar bien, sobre todo cuando lo hacía en voz alta y delante de una audiencia fiel. Cuando llevaba andados, más o menos, cien metros, Guevara observó que la niebla había desparecido de la parte alta, lo que dejaba divisar con nitidez las montañas de enfrente, las que coincidían con la frontera, pero una parte se había concentrado, formando eso que los meteorólogos llaman bancos de niebla, en varios puntos de la llanura, ocultando algunas de las casas de labranza que aparecían esparramadas por ella en los días claros. Mientras seguía su camino se fijó una vez más en el paso de frontera, que en ese momento aparecía perfectamente enmarcado entre los dos grades montículos que lo acogían, por así decir, después de que ellos se hubieran apartado ligeramente. Efectivamente, el paso de frontera era estrecho, aunque más ancho que el que sustituyó al de la época de los romanos. Algunas leyendas comentan que por ese paso antiguo cruzó las montañas Aníbal, el general cartaginés, al frente de su expedición, camino de la conquista de Roma. Aproximadamente a la mitad del recorrido Aníbal Guevara divisó la figura del militar; su forma de caminar no había cambiado, de hecho nunca cambiaba, ya que siempre tenia ese tono marcial que hacía acordes con el uniforme que llevaba puesto. Lo que había cambiado era que se había puesto las gafas de sol, pues en ese momento ya lucia con toda su fuerza y esplendor sobre las murallas del castillo. Contra todo pronóstico, esta vez hizo un gesto con la cabeza lo más parecido a un saludo entre humanos, a lo que Guevara respondió con un hola que tal. Cuando acabó de dar la vuelta no lo vio por las inmediaciones de la entrada del castillo, que continuaba cerrada a cal y canto. Al que si divisó fue al intelectual con sus galgos, que en ese momento iniciaba su recorrido también por el lado derecho del camino de ronda de la fortaleza. Guevara no supo entender si el saludo del militar le era favorable o todo lo contrario, si era un gesto de meta cortesía o significaba que los Amigos del Castillos sabían quien era. Mientras bajaba hacia los bajos de la ciudad se sintió envalentonado a preguntárselo al militar en la fonda de entrada, donde solía desayunar después de su paseo. Cuando entró solo había un parroquiano apoyado lánguidamente en la barra, mirando fijamente la copa que tenía delante. Miró con detenimiento al resto del local y no logró distinguir al militar. Se sentó en una mesa y le pidió al camarero un café con churros. Luego se puso el leer el periódico que había sobre la mesa.