Los de su quinta ya no le acompañaban en lo que le gustaba llamar el tercer acto de su vida. Sin saber por qué, hacía tiempo que habían decidió mirar hacia atrás, pues ahí era donde estaban sus hijos que para eso los habían tenido, decían. Semejante asociación era la parte más oscura y extensa de su ignorancia, según el parecer de Arturo Linares, que así pensaba cuando recibió la convocatoria para asistir a una reunión extraordinaria del consejo escolar de Tobar, municipio de quince mil habitantes al que pertenecía el instituto de educación secundaria donde daba clases de ética desde hacía cinco años. Cuando acabó de leer la convocatoria, que estaba firmada por el alcalde, sintió una sensación de cansancio temible. Hasta ese momento solo conocía cansancios físicos fruto, según pensaba él, de un exceso de optimismo o celo profesional. Era un tipo de cansancio, digamos, infantil pues surgía de trajinar sin parar con niños o adolescentes, que compartía con el resto de sus compañeros de profesión, y que duraba lo que dura un fin de semana o, si la intensidad del cansancio superaba lo habitual (como solía suceder cuando se acercaba el final de un trimestre) una cena entre colegas, aderezada con sus correspondientes risas, era más que suficiente para encarrilar el esfuerzo último hacia la consecución de la meta del del deber docente cumplido. El cansancio temible que ahora siente cada vez que tiene que verse las caras con los miembros de la comunidad educativa, como el los llama, o con los amigos o conocidos de su vida privada, tiene que ver con el hecho de sentirse rodeado, si lo compara en relación a hace diez o quince años, por un sinnúmero de momentos de más, al mismo tiempo que nota que su vida íntima va paulatinamente a menos. Para entendernos, el cansancio temible, a diferencia del cansancio físico o infantil, surgía vinculado indefectiblemente a un tipo de sufrimiento maligno, que tenía la facultad de deformar todo lo que estaba a su lado, empezando por él mismo. Era un sufrimiento al que no estaba acostumbrado, ni quería hacerlo. El concejal de educación y cultura que sustituyó al alcalde, ya que éste por razones de agenda no pudo asistir a la reunión del consejo escolar municipal, tomó la palabra en primer lugar e hizo un llamamiento no exento de solemnidad (propia del carácter extraordinario de la reunión, además de comprensible dada la oportunidad única que el edil tenía para su propio lucimiento) para defender entre todos la educación pública en el municipio. Si los alumnos dictadores del pueblo, digámoslo así dijo el concejal de cultura, tienen a mano una nutrida fuerza de extorsión en las aulas, de nada va a servir las medidas de apaciguamiento que desde la dirección del instituto, y desde las familias, se están empleando para disuadir sus conductas intolerables. Ese tipo de alumnos valoran el riesgo de manera muy diferente a cómo sus padres y profesores piensan que lo valorarán. Si han perdido el norte, como parece que es el caso, no perciben el daño que hacen ni el riesgo que corren al hacerlo. Si son fríamente maquiavélicos ven que en las circunstancias que ellos perciben como desesperadas sea menos arriesgado extorsionar que someterse a las órdenes de sus mayores. Lo que es del todo seguro es que amenazándoles con medidas disciplinadas no darán el resultado deseado por todos, incluida está corporación municipal a la que con orgullo represento. Una mala acción por nuestra parte, siempre producirá una cascada de malas acciones por la suya.