Cuando Aníbal Guevara subió andando, por primera vez, aquella mañana al castillo, ya sabía algo de oídas respecto a lo que se ocultaba en su interior. No se proponía otra cosa que dar una vuelta a su perímetro, que según los carteles anunciadores tenía una distancia de unos cuatro kilómetros aproximadamente. El castillo era una vieja construcción del siglo XVII cuya función principal era controlar el paso de la frontera que se había establecido por aquella época, función que nunca llegó a cumplir con eficiencia. Ese fracaso no ha impedido a lo largo de los años que haya ido creciendo, sobre todo en quienes habitualmente dan vueltas a su perímetro, la seducción por saber la explicación de tal fracaso que, al entender de algunos de estos paseantes, hoy agrupados alrededor de la asociación denominada “Amigos del castillo” (AMCAS), cuya sede social se encontraba en una de las dependencias del interior del castillo, tiene que ver no tanto con su estructura arquitectónica (según los entendidos de una hechura impecable), sino con quienes no han ocupado nunca la fortaleza fronteriza y tenían que ser protegidos por ella. El día amaneció tranquilo después de una semana en la que había soplado un viento del norte, que había retardado que Aníbal Guevara se animara a dar su primero paseo alrededor del castillo. Construido sobre un suave promontorio, de esos que en los anales de las batallas anteriores a las Guerras Mundiales (donde la forma de guerrear cambió para siempre) se puede leer sobre las peripecias de su conquista por parte de unos soldados, que se jugaban el cielo de su heroicidad o el abismo de su estupidez, tiene a la ciudad debajo de sus murallas y enfrente a unos ocho kilómetros la frontera. Ni la una ni la otra parecen sentirse interpelas hoy por su presencia, aunque sí el carácter de sus contribuyentes. El camino que llevó a Aníbal Guevara desde su casa hasta las puertas de castillo es de una prolongada ascensión, cuya traza esta fuera de la trama urbana de la ciudad; solo en los últimos doscientos metros una hilera de plátanos acompañan al pasante bajo un palio verde hasta las puertas del castillo. Cuando llegó no había nadie en ese momento en los alrededores. Las puertas del castillo estaban cerradas a cal y canto, como le habían dicho unos amigos a los que preguntó con anterioridad a llevar a cabo su aventura. Lo que sí vio, y a quien sus amigos no habían hecho mención, fue a un tipo uniformado dentro de una de las garitas que estaban unos metros antes de la puerta de entrada del castillo. Llevado por la curiosidad, Aníbal Guevara trató de averiguar quien era, pero le fue imposible ya que el sujeto en cuestión supo zafarse con habilidad de la mirada escrutadora de Guevara. Antes de ponerse en marcha dio la espalda a la garita y a su escurridizo habitante y miró con satisfacción la enorme extensión de terreno que se abría ante él de la que, supuestamente, debería haber sido vigilante y cuidador el castillo. Cuando se dispuso a iniciar el paseo, observó que la frontera se había ocultado detrás de un montículo de nubes que parecían dispuestas a extenderse hasta el mismo castillo. Se le ocurrió entonces pensar que este tipo de fenómenos meteorológicos eran similares a los que debieron haber visto los antiguos soldados que ocuparon la fortaleza; y, también, que si a él ahora le parecía una curiosidad atmosférica sin mayores implicaciones en su vida, a los soldados de entonces les debió suponer una inquietante perturbación profesional en la defensa encomendada que tenían de la fortaleza que ocupaban. Efectivamente, no llevaba caminando más de diez minutos, siguiendo el sendero abierto alrededor del perfil de las murallas del castillo, cuando la masa nubosa había avanzado lo suficiente hacia el castillo como para que Aníbal Guevara intuyera que detrás de ellas se preparaba una invasión extraña en toda regla.