jueves, 14 de febrero de 2019

CARA A CARA

El cineasta norteamericano, John Lebosky, nada más acabarse de graduar dijo en un periódico local de su ciudad natal, a la que fue a celebrar su licenciatura universitaria, que la conversación tradicional cara cara había muerto ese mismo año. Era junio de 2009. Su afirmación estaba avalada, al parecer, por la experiencia que había tenido durante los estudios que acababa de finalizar. Desde muy joven, dijo, antes incluso de cumplir los diez años, me recuerdo siempre con una cámara en la mano. Al igual que mis amigos de entonces. Lo que hacíamos siempre era filmar, o hacer fotos, de lo que veíamos y a continuación enseñarnos mutuamente los resultados, sin añadir más comentarios al respecto. Nunca nos parábamos a observar las cosas o las personas con nuestros propios ojos y luego intercambiar unas palabras, o iniciar una conversación, sobre lo que nos había parecido aquello que habíamos visto. Nunca mis padres pusieron ninguna objeción a esa actividad, muy al contrario, están orgullosos de, al decir suyo, mi incipiente talento. Desde entonces estas nuevas conductas vinculadas a la era digital no han hecho nada más que extenderse por los distintos ámbitos de la vida familiar y social. En el mundo de hoy, afirmó en la parte final del su artículo, es habitual encontrarse en los aeropuertos o restaurantes a todos los miembros de una misma familia mirando simultáneamente el móvil, produciéndose un curioso desdoblamiento nunca antes observado (esto lo quiero subrayar de forma especial por su novedosa significación), y que atenta contra las creencias de quienes en su vida sólo cuenta lo propiamente material susceptible de ser traducido a una categoría medible y cuantificable, o solo lo referido a lo espiritual vinculado a la adaptación de las filosofías orientales al forma vertiginosa del vivir en el mundo occidental. El novel cineasta norteamericano se refería al hecho de que los cuerpos de los miembros de esas familias aludidas parecían estar necesitados de estar juntos de acuerdo al imperativo de la tradición más tribal, pero sus espíritus abordaban, con sus móviles en las manos, la experiencia mística, digámoslo así, de abandonar la prisión corporal en busca de otros espíritus igualmente interesados en encontrarse en el universo digital. No otra cosa fue lo que hicieron los Santos de la Iglesia vaticana. Lo que ocurre ahora es que el Estado moderno es laico y no premia estas salidas o elevaciones fuera del cuerpo ya que cada vez es más gente quien las práctica, lo que haría imposible cualquier modelo presupuestario razonable y sostenible. Se ha hecho comun, digamos, los que durante la historia de la humanidad fue algo excepcional, pues la tecnología disponible no facilitó a nuestros antepasados este giro no tanto en sus habilidades como en sus atributos, como ocurre en el momento presente. Ante la pregunta que le hizo un antiguo profesor de secundaria de Lebosky (que había leído el artículo de aquel), un día que se lo encontró en una cafetería de su ciudad natal, refiriéndose a por qué huía de la conversación cara a cara, el flamante cineasta contestó que si enviaba un mensaje de texto por cualquier aplicación disponible en su móvil, ¿no es eso también hablar o mantener una conversación? Además, continuó, recibo el mensaje correctamente. ¿Que hay de malo en eso? También subrayó que la conversación cara a cara le parecía mucho trabajo, que invitaba constantemente, a veces de forma traicionera, a la imperfección, la pérdida de control y el aburrimiento. ¿Por qué habría que luchar por defender algo así? No siento la pérdida de la conversación cara a cara de la que me habla, pues no he crecido conversando de esa manera. Así de simple. Usted mismo en sus clases de entonces no la prodigó demasiado. Sin embargo, respondió el antiguo profesor de Lebosky, usted debe saber que sus padres me confesaron en más de una ocasión que les hubiera gustado que usted y sus hermanos hubieran dejado de utilizar el móvil durante la cena, o en las vacaciones, pero sintieron, ellos si lo sintieron, que no podían objetar nada cuando usted y sus hermanos lo sacaban y lo colocaban entre los platos sobre la mesa. Temieron siempre que sus reprimendas llegaran demasiado tarde, quedarse rezagados si se negaban a aceptar lo nuevo. A todos esos interrogantes temo que no puedo responderle, dijo Lebosky, lo si le puedo asegurar es que no tienen ninguna relación de causa y efecto con mi nula afición por la conversación cara a cara. También he de recordar, si me atengo a algunas conversaciones que escuché a mis padres de forma clandestina en mis años de infancia o y adolescencia, que se quejaban de que los profesores de la escuela y del instituto les recriminaban que no supieran expresar lo que sentían. Que solo se dedicaran a hacer cosas con sus hijos (como hicieron la mayoría de los padres entonces y lo siguen haciendo ahora), en lugar de dedicar tiempo a hablar todos juntos de lo cada cual había hecho con esas cosas. Lo cual debe decir algo sobre las limitaciones e incapacidades de la conversación cara a cara.