viernes, 16 de noviembre de 2018

LA SEÑORA STRAUSS

Cuando Dieter Strauss se fijó en ella, aquella tarde de fiesta que habían organizado los comisarios del cónclave de la juventud mundial, Matilde era cabalmente la hija del carpintero de Fe comunista, llena de esa inquietante perfección con que los más nobles ideales se aplican mediante la impiedad propia de las ideologías. Nada le hizo pensar entonces que aquella mirada fuera el inicio de la misión que le llegaba del otro lado del muro, que no era otra que convertirse en la señora Strauss y la madre de Amalia y Raquel. Visto así podría pensarse que Matilde Strauss, de soltera Matilde Bermejo, aquella tarde había quedado, sin previo aviso, atravesada por el súbito flechazo que la estampa de Dieter apoyado en el coche de plata, las manos en los bolsillos y el mechón rubio sobre el ojo izquierdo. Y que esa diana en que se había convertido para él era también el inicio de su destino inmediato, con el que parecía que, si se atenía a su propio tumulto callado, no tendría dificultades en reconciliarse. Mientras que, con el mismo impulso y en justa correspondencia con eso que se llama ley de vida, podría de una vez por todas avenirse con ella misma en lo referente a la herencia recibida o dada, ser la hija del carpintero de Fe comunista, pues le había sido dado a ella misma lo que no quería decir que la hubiera hecho a sí misma, algo que de verdad debería de empezar cuando se convierta en la señora Strauss y la madre de Amalia y Raquel. Lo que ocurrió, sin embargo, aquel día de 1971, en que no pudo evitar la hipnosis ante la presencia de Dieter Strauss, fue que eso que se conoce como ley de vida estaba censurada e interrumpida en su aplicación por otra presencia, ésta con todo su poder deshipnotizador, el muro de la vergüenza, que cuando todavía era niña vio construir para partir en dos la ciudad donde vivía desde que había nacido. El muro, ahora lo puede decir, trastocaba los ritmos y tonos mediante los que se desplegaba esa ley de la vida, que en el caso de Matilde Bermejo era el paso de su vida adolescente en el lado este de Berlín, a dar los primeros compases de la vida adulta como Matilde Strauss en lado oeste. Lo que sin esa presencia gris y adusta, además de peligrosamente mortal para quienes se atrevieran a cruzarlo, ese avenirse consigo misma hubiera sido un gesto de gratitud hacia la educación que le había dado su padre al haber sido solo la hija del carpintero, se había convertido con el añadido de la fe del comunista, que es la que levantó el muro, en resentimiento, pues Matilde nota, mientras Dieter la mira, que la ciega Fe de su padre se ha acabado comiendo a su hermosa profesión, lo que a la larga le ha impedido llegar a ser ella misma al no poder, atrapada en se dilema paterno que ha sido también el modelo de la educación recibida, construirse a ella misma. Lo que Matilde Bermejo no sabe aún, cuando Dieter la mira a través de su flequillo de puntas doradas, es que al cruzar el muro bajo los auspicios del remordimiento no se casará con Dieter Strauss ni será la madre de Amalia y Raquel, sino que en la maleta que guardan sus escasos enseres hay una pesada carga que le acompañará el resto de su vida. La necesidad de obtener el perdón de su padre y de su familia, y también el inmenso dolor por saber que, del otro lado del muro, sólo podrán escupirle las ansias insaciables de venganza por haberlos abandonado. Cuando el 9 de noviembre de 1989, el mismo día en que murió Dolores Ibárruri, lo que nadie podía imaginar, Matilde Strauss entre ellos, fue que la caída del muro no significaría la cicatrización de la herida profunda que la fe ciega de sus constructores había infligido a la ciudad de Berlín y, por extensión, al mundo, sino que el peso de tal colosal injusticia vendría a sustituir a la que antaño habían cometido con el padre de Matilde. Lo cual demostraba, una vez más, que la reconciliación era difícil, por no decir imposible, pues ese nuevo peso necesitaba su tiempo de lucha entre el perdón y la venganza que toda gran injusticia necesita. Y es que perdón y venganza forman una sólida unidad de opuestos que se corresponden. Siendo así que lo que perdura, antes que el anhelo de que la reconciliación pueda llegar algún día, es el veneno que alimenta a quienes desean ser perdonados y a quienes claman venganza. Nada de esto era evidente el día 9 de noviembre de 1989, ni para quienes se vengaban haciendo los primeros agujeros al muro de la vergüenza, ni para Matilde Strauss que esperaba su oportunidad para colarse por uno de ellos y acudir rauda a obtener el perdón de su padre y de su familia, aunque hoy parece que todo aquello se haya disuelto en el aire. En el número de Navidad de 2012 de la revista The Spectator se abría con el editorial:“¿Por qué 2012 ha sido el mejor año de la historia? Puede que no se perciba así, pero 2012 ha sido el año más extraordinario en la historia mundial. Puede parecer una afirmación extravagante, pero los datos la corroboran. Nunca ha habido menos hambre, menos enfermedad ni más prosperidad. Occidente sigue en su bache económico, pero casi todos los países en vías de desarrollo progresan rápidamente, y la gente sale de la pobreza a un ritmo como nunca se recuerda. Las víctimas mortales de la guerra y de los desastres naturales felizmente también han sido bajas. Vivimos en una edad de oro.” ¿Es esto algo que resulta contrario a la otra percepción de que vivimos en un mundo cada día más envenenado, sin perdón, vengativo y peligroso, heredero directo de aquel en que vivió Matilde Strauss, donde las cosas siguen yendo mal y empeoran progresivamente?