jueves, 15 de noviembre de 2018

LA HIJA DEL CARPINTERO

El día 15 de mayo de 1971 Matilde Strauss atravesó el muro de la vergüenza, el que dividía en dos a la ciudad de Berlin en cuyo lado ésta había vivido los dieciocho años que acababa de cumplir dos meses antes. Sus padres, exiliados de la guerra civil española, llevaban viviendo en ese lado de la ciudad berlinesa desde que se reunieron en 1948. Primero fue el padre, quien abandonó su pueblo de nacimiento, Manganeses (Zamora), recién comenzada la contienda, y después lo hizo su madre cuando los aliados, ganadores de la Segunda Guerra Mundial, se desentendieron del destino, o mejor dicho, cuando a los aliados les pareció bien como habían quedado repartidos los muebles en el continente, después de casi diez años de feroces enfrentamientos que lo habían dejado totalmente devastado. Años más tarde, el 9 de noviembre de 1989 tuvieron lugar dos sucesos simultáneos a los que Matilde Strauss tuvo que enfrentarse poniendo un pie en cada uno de ellos. Por un lado cayó el muro de Berlín último símbolo de la tiranía comunista; también ese día murió Dolores Ibárruri, símbolo femenino más destacado de la libertad comunista. La misma palabra simboliza cosas opuestas e irreconciliables, cuya tensión, en el caso de Matilde (hija de carpintero que en aquellos años abrazó la Fe comunista por ser la mejor manera de luchar contra la injusticia que lleva asociada la pobreza) se había solidificado, como la roca que preside y ampara del viento de la llanura al pueblo de sus padres, en un enorme peso que sin saber muy bien por qué ella siente que lleva en sus espaldas desde que tiene uso de razón. Un peso que no es otro que la injusticia cometida contra los ideales de su padre, que lo fueron en gran medida de toda esa generación que perdió la aquella guerra. Esa injusticia es histórica y como tal ya pasó, y no hay manera de reparar sus estropicios. Sin embargo, el peso que ella siente en sus espaldas, con un reflejo directo y punzante en sus entrañas, se lo ha colocado ella misma sin que nadie se lo pidiera. Ella lo achaca al silencio pertinaz que su padre, una vez que se instalaron en Berlín, mantuvo hasta que murió sobre el asunto de la tragedia que lo obligó a abandonar su pueblo. Mientras fue menor de edad, ese sentimiento de injusticia se mantuvo de forma latente sin que llegara a explotar con toda su virulencia en la vida que llevaba Matilde Strauss. Tal vez porque el silencio de su padre cumplía en esos pocos años que ella tenia con el papel perdona vidas (dicho esto en el sentido más amoroso que las conjunción de las dos palabras alberga) que los padres tienen respecto a los hijos mientras estos son pequeños. Pero a medida que se acercaba aquel año de 1971, en que cumpliría la mayoría de edad, Matilde Strauss notó no sólo el cambio radical que estaba experimentado su cuerpo, sino que el peso de la injusticia también empezó a escorarse, como hace la mercancía de los barcos zarandeados por el oleaje marino, y a buscar su propia ubicación en el nuevo panorama que se avecinaba. Así fue como imaginó que con la fuga de casa de sus padres al lado oeste de la ciudad, también dejaría de ser la hija del carpintero de Fe comunista. De lo que no se apercibió fue de que ese mismo impulso también le iba a recolocar el peso que llevaba sus espaldas, y, por ende, a darle una nueva definición. A partir de entonces la injusticia por ser la hija del carpintero de Fe comunista, que había hecho suya, se convirtió en el otro lado de Berlín en la culpa por abandonar a su padre y a toda su familia. Lo cual desencadenó, casi de manera automática, la necesidad de obtener su perdón. Todo se produjo dentro de Matilde Strauss con parecida rapidez a los acontecimientos externos. En una reunión de las Juventudes Comunistas del Mundo que se celebraron en el Berlin Este conoció a Dieter Strauss, un tipo alto y bien parecido que procedía del lado oeste de la ciudad. Andrea nunca ha sabido discernir si lo que le atrajo de aquel muchacho (que le miró por primera vez fijamente desde la distancia, mientras ella charlaba animadamente con un grupo de cubanos que habían venido a participar en el cónclave juvenil comunista ) fue que le hizo sentir por primera vez como una mujer mayor de edad o que ese sentimiento ya existente en ella vio en Dieter el vehículo de liberarse de lo que le impedía desarrollarse en toda su plenitud al otro lado del muro. Sea como fuere, lo cierto es que lo que vino a continuación Matilde Strauss (incluido de forma determinante el matrimonio con Dieter) lo vivió como un fracaso personal, únicamente atenuado con la esperanza de que algún día obtendría el perdón de su padre por haberlo abandonado. No calculó en toda su intensidad que el sentimiento de culpa por abandonar a su padre y el amor que creyó sentir al unirse a Dieter no apuntaban en la misma dirección. Que aquel acabaría devorando a éste, por la sencilla razón de que el gesto del perdón, que todo sentimiento de culpa busca con urgente ansiedad para aplacar el inmenso dolor que le aflige, destruye radicalmente la igualdad y con ello el fundamento de las relaciones humanas que, propiamente, no pueden denominarse como tal después de aspirar a un acto de esa naturaleza. Dieter, nada más convertirse en su marido, le advirtió que la palabra era reconciliación y que, por tanto, debía sintonizar sus sentimientos con el tiempo en el que se producían. Perdón, le dijo, remite a su opuesto, venganza, lo que elimina el primero lo restituye con su violento y agrio proceder la segunda;  así seguirás prisionera de un pasado que nunca fue el tuyo. Pero Matilde Strauss continuó viviendo para el día que pudiera cruzar de nuevo el muro, y volver a casa a obtener el perdón de su padre. Ese día llegó el 9 de noviembre de 1989, el mismo día que murió Dolores Ibárruri.