Cuando Ernesto Arozamena era joven creía que su deber era representar el tiempo que le tocaba vivir. Desde entonces su fuerza radica en no mirar las cosas de frente, pero no rechazar al mismo tiempo la realidad a la que pertenecen. Eso es lo que para él significa ser sobresaliente. O lo que es lo mismo, la mejor manera de conservar intacta su vocación de enseñante es fundar dentro de sí mismo una escuela y desarrollar allí la mayeútica con la que se ha de dirigir a sus alumnos, y esperar a los que se quieran incorporar a este proceso. Como en tantos casos de enamoramiento el ser amado no está en los momentos que más se lo necesita porque está secuestrado por los promotores de la rabiosa actualidad del momento histórico. Así que Arozamena no ha tenido más remedio que “casarse”, como las antiguas princesas del antiguo régimen, con los alumnos (y sus ínclitos padres, como novedad más destacada) que se han apuntado a la lista del aprendizaje por pura conveniencia. Aquellos primeros tiempos de su singladura como docente fueron confusos, pues la libertad recién estrenada pugnaba por mantener su soberanía sobre un igualdad que a él, en esos momentos, le parecía una herencia del pasado más reciente. De repente, o al menos así lo sentía, para Arozamena no mirar las cosas de frente pero, al mismo tiempo, no perder de vista la realidad a la que pertenecen, se hizo un grumo pesado e indistinto, difícil de digerir dentro de esa escuela que Arozamena se había construido en su interior como mejor manera de preservar su vocación intacta, es decir, como un ideal lleno de potencia y levedad simultáneamente. Fue cuando empezó a ocurrir algo que solo los teóricos del siglo XIX, Arozamena piensa en Alexis de Tocqueville, imaginaban como un extremo más propio de la ciencia ficción que de lo real, a saber, que la libertad y la igualdad algún día se abrazasen y felizmente se confundiesen. O dicho de otra manera, que la distancia necesaria que media entre las cosas y la realidad a la que pertenecen comenzaba a extinguirse, lo que a Arozamena le hacía difícil mirar para otro lado y mantener al día su escuela interior. Para asimilar giros de semejante naturaleza con que el destino pone a prueba la voluntad de los seres humanos estos necesitarían, al menos, dos vidas, piensa Arozamena. Como nada más tiene una, la otra la ha encontrado insistiendo en no mirar de frente, desviando con disimulo la mirada, a una nueva realidad formada por los reordenamientos apresurados de los sentidos, la adaptación a la carta de los diferentes caracteres que han ido emergiendo y la eliminación de cualquier tipo de recuerdo inadecuado a que se entregaron de manera endiablada los protagonistas que desde entonces luchan por encajar aquel abrazo del oso que se dieron la libertad recién estrenada y la igualdad impuesta desde antes. Para evitar los excesos de todo enamoramiento largamente reprimido, como era el caso las tales amantes, Arozamena creyó en la legislación pública como mejor instrumento para adaptar sin atropellos las conductas individuales de quienes lo iban a encarnar. También veía en ella una posibilidad de aliviar el singular ostracismo de su escuela interior. Pero pronto comprobó, ni siquiera tuvo que esperar a la próxima generación, que una cosa era lo que Tocqueville había imaginado como una posibilidad remota que, según la lectura que Arozamena hace del relato del pensador francés, la democracia en America, no es otra cosa que un insustituible ideal, cuya importancia radica no tanto en su realización años o siglos después, sino en su labor permanente de faro que ilumine y advierta de las consecuencias no deseadas de los tiempos fundacionales que pretendían instaurar los fundidos abrazos que se iban a propinar los ejecutores de la recién estrenada libertad y la añeja igualdad heredada. Efectivamente, los primeros alumnos que Arozamena quiso que sobresalieran, siguiendo los preceptos de su escuela mayeútica, no mirando las cosas de frente, pero que, al mismo tiempo, no perdieran de vista la nueva realidad de la que formaban parte, fracasaron de forma estrepitosa. De ello fueron responsables sus progenitores en su propia casa y los otros profesores del claustro en el aula del instituto donde daba clase. Como aquellas princesas del antiguo régimen, que todavía existían en la época de Tocqueville y que se equivocaban una y otra vez en la elección de quien las debía de querer, los alumnos de Arozamena eligieron como cómplice de sus vidas escolares el abrazo monstruoso nacido del imaginario calenturiento de sus progenitores y profesores, todos ellos “príncipes y princesas” del nuevo régimen democrático. Arozamena lo denomina la igualdad liberticida. Por la época de Tocqueville, Napoleón todavía gozaba de la popularidad que le dio ser el divulgador a sangre y fuego de las ideas de la revolución francesa, ya sabemos de donde viene nuestro mundo actual, y que son: libertad, igualdad y fraternidad. Nadie hablaba por entonces de justicia, debía ser porque la consideraban un subproducto natural de la fraternidad. Igualmente hoy la idea que Arozamena tiene de lo sobresaliente en la educación, aguarda su oportunidad escondida dentro de la escuela que mantiene dentro de sí mismo. Recordando a quienes quisieron inútilmente estipular de forma legal la mejor elección de quien había de querer durante toda su vida a las princesas casaderas del antiguo régimen, los que hoy quieren ser sobresalientes en la forma de estudiar del presente no tiene que esperar lo que no llegará legalmente, pero si ponerse a buen recaudo de las arbitrariedades de la igualdad liberticida de los príncipes y princesas del nuevo régimen democrático, en el que, por cierto, Napoleón es ya considerado un ser que esconde su maldad detrás de las infinitas posturas de lo que la nueva neurología empieza a llamar nueva imbecilidad o idiocia.