martes, 6 de noviembre de 2018

REALIDAD OBJETIVA

Cuando Alexis de Tocqueville inició en 1831 su viaje a Estados Unidos en busca de información sobre las reformas del sistema penitenciario norteamericano, faltaban todavía diecisiete años para que Karl Marx publicase “el manifiesto comunista”, donde puso por escrito lo que la humanidad había venido haciendo de manera ordinaria desde que era humanidad. O mejor dicho, nos auto denominamos humanos porque nos habíamos comportado así desde siempre. Lo que Marx dejó impreso sobre el papel de su famoso manifiesto fue, por decirlo así, como una nota a pie de página a los dos libros fundacionales en los que se asienta el doble esqueleto de nuestra cultura, a saber, por el lado hebreo La Biblia, y por el griego La República de Platón. De lo que Marx vino a levantar acta, como buen notario que era (aunque mal pronosticador) fue del estado del mito del progreso, que en su época él pensaba que había adquirido ya la categoría de madurez del logos indudable e imparable. Ese estado no era como el pronosticó equivocadamente que el ser humano viene al mundo para cambiar el mundo, sino para tratar de incorporar sus estrategias de supervivencia o de vida, sus decisiones, su moral o su ética e incluso el relato biográfico que pudiera hacer de sí mismo a una realidad objetiva que existe previa y fuera de él no fundamentada en hechos empíricos, sino en discursos persuasivos y de una gran fuerza seductora. Después del gran impacto que el libro de Marx causó entre las incipientes fuerzas transformadoras del momento, que creyeron ver en sus palabras lo que faltaba para que la justicia se instalara definitivamente en el mundo, tendrían que transcurrir todavía poco más cincuenta años para que Albert Einstein publicara su teoría de la relatividad donde, por primera vez, queda en entredicho la fe lógica de Marx en el poder transformador de la acción humana, al sugerir que el ser humano viene al mundo para saber por que viene al mundo, añadiendo, para despejar cualquier duda, que no cabe otra  razón, ni tampoco cabe mejor razón. Por último, más de cien años después de la teoría einstiniana, Ernesto Arozamena trata de abrir un hueco en las férreas murallas que cercan el instituto donde trabaja, en el barrio norte de la ciudad donde vive, para poder aprender a pensar junto a sus alumnos, teniendo en cuenta todos estos precedentes de nuestra cultura occidental, que lo son también del carácter individual, sea eso lo sea y de eso trata el proceso de aprendizaje, de los alumnos, profesores y progenitores. Lo que Arozamena detecta, en su insistencia (con gran resistencia adjunta) por crear ese espacio conjunto de aprendizaje, es que esa herencia recibida se manifiesta de forma desigual en cada uno de los protagonistas resistentes de la comunidad educativa, aunque en el código deontológico de la propia comunidad educativa, dado que se ve y se siente como un ente abstracto, prevalece la doctrina transformadora con la que Marx quiso teñir las páginas de su libro. Lo que la convierte de inmediato, siguiendo esa otra lectura del manifiesto marxiano, en la realidad objetiva gracias a la cual los profesores y alumnos resistentes se levantan cada día de la cama. Pues para los unos y para los otros entrar en el aula a diario, al margen de su cada vez más improbable utilidad, les otorga un sentimiento de pertenecía que significa también la puerta de acceso a una identidad reconocible y reconocida. Poco importa que fuera del aula cada uno de exprese ora como un ferviente seguidor de la Biblia ora como un experto conocedor de Albert Einstein, por poner los dos extremos del arco del pensamiento occidental, lo importante para todos es que la educación sirve para hacer ciudadanos y trabajadores. O dicho de otra manera, al entender de Arozamena, lo importante para progenitores y profesores no es que eso no se haya realizado nunca, pues el ser ciudadano y trabajador pensados en términos de la propia experiencia vivida a diario da como resultado otra cosa distinta cuyo nombre ha existido desde siempre, a saber, siervo, esclavo, pícaro, funcionario con mando en plaza o cualquiera de los sinónimos que pacientemente los acompañan en su dilatado recorrido, sino que lo que verdaderamente les importa es que las palabras ciudadano y trabajador continúen estando en el frontispicio de la puerta de entrada a esa realidad objetiva que para ellos se sigue llamando educación pública para todos y todas, y a la que quieren continuar perteneciendo así los aspen. Para hacer más visible esa pertenencia (con identidad adjunta) por parte de profesores y progenitores a esa realidad objetiva llamada Educación Pública, Arozamena recuerda el caso extremo de los jacobinos de la Revolución Francesa y los soviéticos de la Revolución Rusa. Cuando no quedaban más cabezas que cortar o más infelices que llevar al paredón, apunta Arozamena, los discípulos más fanáticos de Robespierre y de Beria se ofrecían ellos mismos al sacrificio con tal que la realidad objetiva del Partido y, sobre todo, de la Revolución prevaleciera por encima de sus cadáveres por los siglos de los siglos. No hace falta que corra la sangre ni que que los cadáveres se confundan formando interminables y frías estadísticas, para que la inoperancia de esa forma de ver y relacionarse con el mundo, camuflada hoy bajo un impertinente igualitarismo, que, a buen seguro, no aprobaría Tocqueville, haya llegado a su fin, no porque lo diga yo, piensa Arozamena, sencillamente porque el mundo es ya otro. Perseverar en ello es caminar hacia un proceso de autodestrucción irreversible.