Detrás de la locución genérica "Lector Adulto", he descubierto que en las tertulias literarias conviven una variedad insospechada de conductas y existencias: lectores ingenuos; lectores sectarios; lectores de informes profesionales; lectores chiquismiquis; lectores que no dejan hablar a los otros; lectores mudos; lectores que dan a entender que lo saben todo; lectores que dicen que no saben nada; lectores que lo único que dicen de forma insistente y agónica es "no sé cómo decirlo"; lectores abonados al "a ver qué pasa". Es decir, lectores que leen de forma que cada uno no es más que cada uno, adheridos como una lapa a la literalidad del relato para no perder su control, a la linealidad que impone la escritura y a su fidelidad al principio de no contradicción, que dice: una proposición y su negación no pueden ser ambas verdaderas al mismo tiempo y en el mismo sentido; o nadie puede creer al mismo tiempo y en el mismo sentido una proposición y su negación. Lo que aplicado, por ejemplo, a un cuento o una novela en el que el personaje principal es presentado por el narrador como un pendenciero, el lector, si es fiel a esos principios, no puede romper una lanza por él. A no ser que, el mismo lector, se declare públicamente como un pendenciero.
También he de reconocer que, detrás del rótulo "Lector adulto", hay lectores pendientes de vivir su experiencia lectora como una representación del mundo en el ámbito del lenguaje verbal, haciendo para ello las asociaciones no previstas y las similitudes infrecuentes a que las palabras los exhortan en el camino. Lectores que, incluso sin tener estudios acreditados oficialmente, desde el principio de la tertulia tratan de entrar en contacto con el alma del texto. Mirando cara a cara a su misterio, no para decir lo que les de la gana, sino porque se sienten obligados a decir algo de algo. No con la intención de que sea verdadero o falso, mejor o peor, rápido o lento, sino únicamente para mostrar su alcance o perspectiva.