Desde que la vida es vida la ficción es ficción y siempre han mantenido una misteriosa y estrecha relación de contigüidad. Nadie ha explicado todavía de forma satisfactoria, por ejemplo, porque en una sociedad de cazadores, ajena a cualquier refinamiento poético, únicamente ocupados en sobrevivir literalmente cada día en unas condiciones de extrema adversidad, hubo alguien que tomara la decisión de pintar en el fondo de las cuevas donde se cobijaban escenas referidas a su actividad, con la perfección en el trazo y la fuerza que transmiten en su composición. Nadie lo explica satisfactoriamente, pero ahí están. Lo que ocurrió en su vida ordinaria pasó después a la roca. ¿Por qué? La vida de nuestros antepasados acabó, pero las representaciones de su ficción perduran todavía.
Ahora que Dios ha muerto o no sabemos donde está, ahora que cualquier proyecto hacia el progreso y la sociedad perfecta se ha esfumado, es el momento idóneo, creo yo, para replantearnos como percibimos la relación entre esos dos ámbitos donde subsistimos: la vida y la ficción literaria.
No siempre ha sido así. Digamos que en las épocas premodernas o predemocráticas la relación entre la vida y la ficción se sentía y se representaba de otra manera. Pero el caso es que ahora si lo es. El ciudadano medio, moderno y democrático, no sabe moverse con soltura, una vez que se ha convertido en lector, dentro del campo de acción propio de la ficción literaria. Entra y sale de la ficción a su antojo, cometiendo estropicios semejantes a los de un elefante entrando y saliendo en una cacharrería, ya que desconoce, y en la mayoría de los casos no tiene la necesidad de aprender, los protocolos para moverse con pericia por lugares tan arriesgados. Confunde su Yo histórico con su Yo poético. Deduzco que nuestro amigo Julius estará de acuerdo con lo que piensa Paul Valery: "Es lo que llevo desconocido en mí mismo lo que me hacer ser yo". No sabe "suspender su vida", para dedicarse en cuerpo y alma a la lectura. No sabe leer y seguir viviendo al mismo tiempo. Y, de momento, no tengo conocimiento de que se pueda hacer lo contrario, es decir, leer y estar muerto simultáneamente. Aunque, bien pensado, hay muchas maneras de estar muerto y aparentar estar vivo. Como se pude tener un libro entre las manos y aparentar que se está leyendo. En fin.
La forma mas corriente y mas rentable en la actualidad de exponerse a la ficción narrativa consiste en hacer desear al lector y, en consecuencia, hacerle creer que su presencia permanece invisible o indiferente a la representación literaria. Es decir, que ésta se comporta de forma absoluta, de forma que no tiene nada que ver con el lector que tiene delante. Son esas novelas que hacen desear y creer al lector que su contenido los hace gozosamente irresponsables, que el narrador de la novela no sabe que está ahí, donde la propia ficción lo ha puesto mediante el efecto de inmersión e ilusión de ocupar sus entrañas.
Por eso cuando digo que lo importante no es lo que leemos, sino lo que hacemos con lo que leemos, no se acaba de entender. Lo mismo que cuando pregunto quien es el narrador y cual ha sido el trato que el lector ha tenido con él en su experiencia lectora, éste suele responder que a él que lo registren. Sin darse cuenta de que los narradores que nos visitan, nada mas leer la primera línea de sus historias ya nos están reclamando la cédula de habitabilidad para transitar por las mismas.
Como fieles hijos hijos de nuestro tiempo, laico y democrático, mantenemos un riguroso escepticismo respecto a lo que pensamos que pueda ser la vida después de la muerte, pero no mantenemos igual actitud escéptica sobre las posibilidades de que haya una vida antes de la muerte. No mostramos ninguna inquietud sobresaliente al quedar atrapados en el trajín de la literalidad de la vida diaria, pero dejamos ver todo nuestro temor y reparo para entrar con decisión en los relatos de ficción que reclaman nuestra participación. Enajenados con las trampas de la vida, somos muy refractarios a traspasar como Alicia el espejo, que nos meta de lleno en la ficción. ¿Y si no volvemos? ¿Y si no podemos salir de los tejemanejes de la ficción, como Truman en su show? Cierto. Pero si no entramos nunca, ¿qué vida vivimos? ¿Y si descubrimos, entonces, que su contenido es solamente uno de los hilos - no necesariamente el mas grueso - con el que trenzamos el mimbre de nuestra existencia. ¿Y si el mito del progreso y de la sociedad perfecta son inventos de nuestro YO encumbrado y sabelotodo y, por tanto, como aquellos periclitado, por ser sospechoso de no saber ya encargarse de lo que debe contener nuestra propia vida, nuestra propia personalidad? Tal vez estemos todavía bajo los efectos del duelo y nos negamos a aceptar la pérdida de aquel sueño de progreso intermitente hacia la felicidad. Tal vez no aceptamos que por primera vez en la historia de la humanidad estamos irremediablemente solos: sin Dios, sin Historia, sin Progreso, sin Sociedad Perfecta, sin Yo Encumbrado y Sabelotodo, en fin, sin todas esas palabras gordas que hasta ahora tanto nos han protegido como consolado. Sea como fuere, el caso es que seguimos considerando la vida, con nuestro YO dentro como un príncipe entronado a perpetuidad, como el principio y fin de todas las cosas que ocurren y que nos ocurren, usando la ficción solo como un juguete intercambiable de entretenimiento.
Desde la atalaya de nuestra propia vida, acompañada y protegida detrás de nuestras ideologías, creencias, filias, fobias, complicidades, etc. no tenemos ningún derecho a dar lecciones a nadie que no crea en lo que creemos y que no deteste lo que detestemos. Pero, entonces, ¿dónde y cómo compartimos nuestras experiencias con los otros seres que se encuentran fuera de ese cinturón de confortabilidad? Si no sentimos compasión por nuestros yoes fragmentados y erráticos (otra de las lecciones que nos ha dado Julius con su relato), si no tenemos respeto por las palabras que esos yoes perdidos - que ya serán nuestros para siempre - leen y escriben, nunca respetaremos, ni alcanzaremos a entender, las palabras que lean y escriban los otros lectores, igualmente fragmentados y extraviados. Es ahí donde la vida y la ficción nos ha colocado, y donde todo nos lo jugamos. Es, también, la fuente de nuestra única esperanza.
Mario Vargas Llosa dice que la ficción es lo que le falta a la vida para que podamos restañar la herida y consolarnos del dolor que arrastramos ante los fracasos continuados en la búsqueda imposible de nuestra perfección. Me parece una luminosa intuición, que puede ayudar a los lectores a salir del atolladero en el que que los meten las preguntas, que les caen siempre de sopetón en las tertulias, sobre la lectura que han hecho. Es una luminosa intuición para empezar a sabernos mover en sus respectivos ámbitos sin confundirlos. Pues si la ficción es lo que le falta a la vida, no quiere decir que tal carencia tenga que ver con la consecución de la perfección de la vida misma. Ni que tengan entre ambas una relación de contigüidad, como la uña y la carne. Ni una relación de dependencia como el corazón y la sangre que bombea. Tiene que ver con la potencia de lo sugerente, que es la potencia de sugerir que hay más de lo que se ve. La vida puede existir sin la ficción, pero una vida sin ficción es menos vida. O como dice también Vargas Llosa, una vida no se puede decir que sea propiamente una vida humana sin nutrirse de la verdad de las mentiras que toda ficción aporta.
Acabo con estas otras palabras de Paul Valéry. Con ellas quiero mostrar mi agradecimiento al narrador Julius, y a todos los lectores y lectoras que han compartido conmigo la lectura de sus industrias y andanzas paseando por la ciudad abierta. "Cuánto más consciente es una persona, tantos más extraños - extranjeros - le parecen su personaje, sus opiniones, sus actos, sus características, sus sentimientos propios, hasta el extremo de que tiende a disponer de lo que le es más propio como si fueran cosas exteriores".