Cuando digo que no debemos perder la capacidad de sentir perplejidad, me refiero también a ese sentimiento que nos produce la contemplación del misterio de la existencia. No es perplejidad lo que nos producen la mayoría de las novelas o películas, que no visitan nuestras tertulias. El suspense, que es de lo que están hechas, nutre el cuerpo del argumento, y es eso lo que de verdad interesa a una gran mayoría de lectores. Pero lo que le piden a todo argumento es que empiece, que se desarrolle con subidones incluidos, y que tenga un desenlace, si puede ser feliz o morboso mejor. Eso ya va en gustos. Como lectores y espectadores siguen ahí mismo, como cuando entonces, hace ya mas de veinte o treinta años. Pero lo peor es que se creen que el suspense de la ficción pertenece también a la vida, aunque a ésta a veces le falte. Por eso muchos lectores leen, van al cine o miran la TV. Y así cuando vuelven le piden a la vida lo que la vida no les dará nunca, suspense. La vida nos ofrece su misterio. No ha habido ninguna revolución, a parte de la tecnológica, que invite a pensar que hayan cambiado su mirada. Ni en estos menesteres puede haberla. La revolución tecnológica cambia la velocidad y los asientos, por ejemplo, para ir a Itaca, Córdoba, Madrid o Tombuctú, pero no el sentimiento y el sentido del viaje. Eso entra dentro del campo del misterio y de nuestra perplejidad asociada, que se encuentra encastrada en el alma del viajero. Uno puede dar la vuelta al mundo siete veces y no enterarse de nada. Pero puede ir a comprar tabaco a la vuelta de la esquina y traerse el mundo entre las manos. Ya ves.
Cuando digo que si prestáramos más atención al tránsito de nuestras vidas nos encontraríamos con los signos y símbolos que nos abren las puertas a cosas que desconocíamos, me refiero a que con ese gesto nos desprenderíamos de ese punto ciego en el que, por profesión y gobierno, acaban encogiéndose de forma inmisericorde nuestras vidas, haciéndonos ver sólo la literalidad chata de las cosas que vemos.
El paseante Julius, que reconoce hacia el final de la novela que, “Desde hacía tiempo, recuerdo haberle explicado a mi amigo aquel día, pensaba que la mayor parte del trabajo de los psiquiatras en particular, y de los profesionales de la salud mental en general, era un punto ciego tan amplio que se había apoderado de todo el ojo. Lo que sabíamos era mucho menos que lo que permanecía a oscuras, y en esa enorme limitación estribaban el atractivo y las frustraciones de la profesión”, no tiene empacho en reconocer igualmente que, “La búsqueda de significado había conducido a nuestros ancestros medievales a la certeza de que Dios, artífice de toda la creación, había distribuido en esas cosas claves o signaturas para el uso benigno de lo creado, y que para descodificarlas bastaba con una poco de vigilancia. La semejanza no era sino lo más básico de esta clase de conocimiento, pero una extensión posterior de la idea fue la búsqueda de signos, tal como la asumió en el siglo XVI el humanista alemán Paracelso.
Paracelso creía que la luz de la naturaleza obraba por la intuición, pero también que la experiencia la agudizaba. Leída adecuadamente, nos informaba de la realidad interior de una cosa por medio de su forma, de modo que en la apariencia de un hombre había cierto reflejo válido de la persona que era en verdad. En efecto, según Paracelso la realidad interior es tan profunda que no puede sino expresarse en la forma externa. Por otro lado, como ocurre en los artistas, los signos externos de una obra de arte estarán vacíos a menos que aborde la cuestión de una vida interior”
¿Cuantas veces, en nuestro deambular por la ciudad, hemos visto a niños jugando o jóvenes besándose o ancianos tomando el sol (por sacar provecho al tópico)? Y puestos a contar lo que hemos visto lo primero que decimos es que hemos visto niños jugando o jóvenes besándose o ancianos tomando el sol. Lo mismo que decimos cuando nos preguntan que nos ha parecido esta novela o aquella película. Sin más preámbulos ni teniendo ningún reparo tiramos del argumento. Acabando el día convencidos, al menos eso es lo que intentamos que los otros se crean, de que no hay nada mas que contar sobre eso que de forma fugaz o rutinariamente hemos visto, ni a nadie a quien merezca la pena contárselo de otra manera. Como si jugar, besarse o tomar el sol, en cada una de esas edades, fuera lo que hay que hacer. Y sólo eso fuera lo que ha de ser. Así la vida, mostrada con su máxima transparencia, es como realmente más nos tranquiliza verla. Y a muchos lectores, leerla.