miércoles, 23 de marzo de 2016

LECTOR EGOLATRA VERSUS LECTOR TRANSITIVO

Todo el mundo ha tenido unos padres, unos tíos, unos primos. Ausentes o presentes de forma irremediable, o por temporadas. Todo el mundo ha crecido en ese mundo donde nos acogieron, mientras le dábamos forma al que iba siendo el nuestro. Mundos entrelazados por razones alimentarias y sociales, pero también mundos paralelos que no se encontraban nunca. En fin, todo el mundo ha tenido, más rica o más pobre más o menos feliz, una infancia. Por tanto, todos hemos vivido esa experiencia que puede ser compartida, es decir, puede ser transitada hacia los otros lectores, para lo que debemos ser capaces de hurgar en ese memoria remota. 

A eso me convoca, y eso significa leer, a mi entender, la novela “Matar a un ruiseñor”. No he sido convocados para hablar del racismo en el sur de USA, ni lo malos que son aquellos blancos o lo buenos que son todos los negros, ni si hay justicia en el mundo que baje Dios y la imparta, ni de la crisis del 29 y sus miserias, ni del programa del New Deal de Franklin D. Roosevelt que hizo llegar la prosperidad, y tal y tal. La compleja voz de la narradora, acertadamente trenzada entre su mirada infantil de entonces y la adulta del ahora desde donde narra, no tiene interés en tales derivas y, por tanto, ella y su lenguaje impiden que nos vayamos por las ramas. Esa voz es la que marca el campo de acción de esta lectura, y su forma de utilizar el lenguaje lo que determina las reglas a las que nos hemos de atener de forma disciplinada. Cada lector a su manera y con sus palabras, con sus imágenes y sus metáforas, en fin, con su imaginación e ingenio, evitando hablar como si eso de la infancia fuera una cosa de marcianos, o una rareza que solo le ha ocurrido a los demás. Evitando meternos donde nadie nos ha llamado, ejerciendo mal, y a tiempo parcial, de sociólogos, politólogos, psicólogos, economistas, almas de la caridad o laicos solidarios de una ong.

Vale decir que se nota rápido cuando un lector ególatra se escaquea de sus responsabilidades delante de un texto concreto, con su narrador y lenguaje concreto. Pero, descubierto "el infractor", no es necesario que manifieste explícitamente que: “yo digo lo que me de la gana”. Los lectores que transiten por la lectura en su compañía no se merecen ese tipo de conductas.