martes, 29 de marzo de 2016

A LA ESPERA...

A quienes pintan, a quienes dibujan, a quienes hacen fotos, a quienes gustan de observar detenidamente la naturaleza, en fin, a todos aquellos que están a la espera de que algo, llegado el momento, pida ser escrito, os dejo las primeras palabras del libro "El cuaderno de Bento", de John Berger, al que he vuelto estos de días de "resurrección primaveral", delante de la imponente estampa de un paisaje todavía cubierto en su totalidad por las últimas nieves del invierno.

  "Este otoño los ciruelos están muy cargados de fruta. Algunas ramas se han roto con el peso. No recuerdo otro año que dieran tanto.
   Cuando están maduras, este tipo de ciruelas moradas, las damascenas, se recubren de una sombra que recuerda a la media luz del crepúsculo. A mediodía, si hace sol - y llevamos muchos días seguidos de tiempo soleado -, se las ve, con su color crepuscular, arracimadas entre las hojas.
   Los únicos frutos con una azul tan intenso son los arándanos, pero el azul de éstos es más oscuro y tiene un brillo de piedra preciosa, mientras que el de las damascenas es como un humo azul, vívido, pero evanescente. Los racimos de cuatro, cinco o seis frutos salen a puñados de los renuevos de las ramas. De un solo árbol cuelgan cientos de puñados.
   Una mañana temprano decidí pintar unos de esos racimos, tal vez para entender mejor por qué repito lo de los "puñados". Me salió un dibujo torpe, malo. Empecé otro. Tres puñados más allá del que he decidido pintar, un pequeño caracol blanco y negro, no más grande que una de mis uñas, parece dormido en la hoja que ha estado comiendo. El segundo dibujo me salió tan mal como el primero. Así que lo dejé y me puse con la tareas del día.
    A media tarde volví a los ciruelos con la idea de intentar dibujar una vez más el mismo racimo. Posiblemente porque la luz había cambiado - el sol ya no estaba en el este, sino en el oeste - no fui capaz de encontrar o identificar el racimo concreto. Hasta me llegué a preguntar si no me estaría equivocando de árbol.
   Avancé hasta el siguiente ciruelo, me agaché bajo sus ramas, alcé la vista y lo inspeccioné. Había infinidad de ciruelas, pero no encontré el racimo que buscaba. Habría sido muy sencillo dibujar otro, claro, pero algo en mí se negaba obstinadamente a hacerlo. Di vueltas y más vueltas bajo las ramas de los dos árboles, y de repente descubrí el caracol. Unos treinta centímetros a su derecha, encontré mi racimo . El caracol había cambiado de posición, pero su paradero era el mismo. Lo miré largamente.
   Empecé a dibujar. Necesitaba un verde para definir las hojas. A mis pies había unas ortigas. Agarré una hoja y la froté en el papel, y me dio el verde que necesitaba. Esta vez guardé el dibujo.
    Tres días después,..."