Mi desafío como lector de la novela “Matar a un ruiseñor”, de Harper Lee, estriba en avanzar a través del paisaje infantil que dibuja la protagonista, Scout Finch, que fue semejante al mío en que es el único paraíso que he perdido en mi vida. Y a donde recurrentemente quiero volver. Como hace ella. La inocencia y la irresponsabilidad asociada que componen su atmósfera, me conmueven sin poder evitarlo. Es decir, me hacen moverme dentro de mi, haciéndome recordar ese sentimiento de pérdida. Dándome cuenta, de nuevo, de lo que significa ser adulto: ya nunca tendré a mi lado a ningún Atticus para que me ayude en mi trato con la vida. Para que me salve, si llegara el caso, acogiéndome en su regazo. Es doloroso aceptarlo, pero estoy "irremediablemente solo". Quiero decir, que la compañía de Atticus, regañinas y zurras incluidas, no es comparable a nada ni nadie podrá sustituirla nunca.
No hace falta insistir en que todo esto ya lo conocía, pero no lo sabía de la manera como me lo hace sentir y ver Scout Finch.