La frase del título saltó sobre la mesa de forma imprevista, como lo hace un saltamontes, y lo hizo como algo no del todo dicho. Pero sí como algo que venía de muy lejos, de antes de la historia y del pensamiento. Venía del primer grito y del primer llanto, del primer dolor. Al principio se acopló a lo que había alrededor de aquella como un chiste, como un broche ingenioso del final de velada, pero yo intuí que iba en serio. Había llegado, como una gracia superior, para quedarse y para llamarnos la atención, para advertirnos sobre nuestra confusión de lectores exhaustos. Para echarle una mano a nuestra asténica imaginación. En efecto, llevábamos seis horas, seis, con el martillo en una mano y el cincel en la otra dándole al granito con que se protege ese enigmático y delicado monumento que es la novela “Bajo el volcán”. Habíamos llegado a donde habíamos llegado, pero todos éramos conscientes de que nos quedaba mucho por picar. Estábamos contentos pero, ya digo, cansados. Cansa, agota este trabajo de lector que nos hemos impuesto, cara a cara frente a los relatos, y a la intemperie. Como un cantero medieval dándole golpes a la roca, hasta que brote algo, hasta que la piedra hable, a sabiendas de que muchas veces, sin dar explicaciones, siga muda. Negándonos su oculta y misteriosa esencia.
Agustín de Hipona recomienda al cantero de la literatura: toma y lee. Lee desde las lágrimas de la desesperación. Porque has de saber que el sentir acucia al lector y el sentido hace que ligue las cosas. Tienes que agarrar primero. Después tienes que tocar y sentir antes de que las palabras lean el mundo (antes de que construyas un cuerpo teórico o ideológico con ellas) o se dejen leer por ti (antes de que el texto sea leído por este cuerpo teórico o ideológico ya construido). Las palabras no se ven y no se leen desde la claridad de la sabiduría (expertos) o desde el dogma (ideología). Las palabras se ven y se leen solo mediante distorsión. Tienes que mancharte las manos al leer los textos. Lee (entra y muévete a lo largo del relato) con lágrimas de emoción y perplejidad, no con miedo ni con furia, y sal de la lectura con las manos manchadas, no intacto, no aupado por encima del mundo por haberlo interpretado (¡qué listo soy!, se de que va esto), ni soplando como un pequeño dios sobre él (¡qué poder tengo!, todo el mundo cabe en el dogma de mi ideología). Has de salir con el mundo que has encontrado en las manos. Y enseñarlo y compartirlo con los otros lectores.
Pero para eso hay que picar mucho, y durante muchas horas. Hay que picar y escuchar atentos a la voz del origen. Bien lo sabe Él que es testigo único, notario privilegiado del primer soplo de vida en forma de dolor y del primer verso en forma de grito. Nunca después la vida y la poesía volverán a coincidir de manera tan inequívoca. Bien lo sabe Él que observa como la brecha que separa, después de ese acto original, a la vida de la literatura no hace otra cosa que llenarse de ruidos estruendosos a medida que se ensancha. Por eso hay que picar mucho y durante muchas horas delante de un libro. Bien lo sabemos los canteros de la lectura, hasta conseguir que el golpe del martillo haga callar los ruidos de nuestros cerebros, porque hemos descubierto cosas que nos interesan, y que nos protegen. Porque vuelve hacia nosotros el latido primordial de la vida y la literatura. Como cuando en aquel instante irrepetible, el primer grito se abrazó al primer dolor.