viernes, 4 de enero de 2019

MEDEA

Desconcertado por la lectura de Medea, la pieza teatral de Eurípides (básicamente porque como lector de teatro no se donde ponerme, aunque los entendidos dicen que ese lugar es el del Coro de mujeres, que es, más o menos, como la audiencia mediática actual), lo que me parece más llamativo, para un lector como yo de matriz católica apostólica romana, es la ausencia de culpa en la relación de los protagonistas, y, por tanto, de la innecesaria obligación de perdonarse entre ellos. Es como si a esos dioses amorales, como son los griegos, les correspondiera en justo correlativo imaginario unos seres mortales libres de ese fardo del pecado, que tanto nos aflige todavía a los herederos de la cultura romano cristiana, incluso después del revolcón de las revoluciones laicas habidas y por haber. Lo que acontece entonces, cuando no prevalece ni la estricta moral ni la severa ley divina (o su condena anticlerical, que tanto da pues es al continuación de esa rigidez y esa severidad por otros medios), es la lucha de fuerzas en liza que buscan encarnarse en un campo de batalla o escenario muy concreto (¿es eso lo que buscan las palabras de una obra teatral?), en este caso y con intención simbólica: el lecho o tálamo conyugal, y la reproducción y perduración de la especie como asunto primordial en litigio. ¿Solo eso?, me dicta al oído mi conciencia romana cristiana. Acontece, sin aspavientos ni adornos, la lucha por la vida junto a los sueños que lleva dentro, más los sueños que los combaten desde fuera, lo cual constituye y define conjuntamente el destino de los seres mortales. Todo bajo la mirada, más bien despreocupada, de una constelación de dioses de diferente pelaje y ambigua autoridad sobre cada uno de esos destinos, con los que solo se cruzan cuando los llaman los mortales en lucha, y si sacan algo a cambio. ¿Ves ahora mejor en que consiste la infinita misericordia del dios romano cristiano, y la de todos sus imitadores laicos posteriores, y, por ende, nuestra propia generosidad o fraternidad o solidaridad?, insiste tozuda aquella conciencia mía. La cosa podía quedar así. Medea y Jasón, como cualquier pareja, hicieron un pacto para tener hijos sobre el tálamo, y después cuidarlos. Medea dice en un momento de su ira que no se casó con Jasón por otro motivo que no fuera ese, ¿cómo cualquier mujer desde entonces?; o quiso decir de otra manera, ¿en ese momento funde con esas palabras el amor y el odio que simultáneamente siente por su marido? Pero Jasón, fuertemente atraído por la mujer de sus sueños (la hija de Creonte, tirano de Corintio), ha traicionado el pacto que tácitamente firmó con la mujer de su vida. Una deslealtad imperdonable para esa vida y esa mujer, que ahora alcanza también a los dos hijos que han procreado; una traición que, aunque necesaria para que los sueños de Jasón se cumplan, los cuales no dejan de ser solo suyos, irreductibles e irrepetibles (como todos los sueños de cualquier mortal). Pero con dos niños aquí delante (¡los ves!, clama Medea desesperada), fruto de aquel pacto de lealtad, ¿qué es lo más importante, los sueños propios de Jasón o la vida común de los cuatro? ¿Y los sueños de Medea? Nunca son cosa diferente a la vida misma, como su pensamiento y su lenguaje. Engendra y habla; luego mata a quienes ha engendrado y a quienes considera cómplices necesarios de la colosal ofensa de su marido, que no es otra que traicionar a la vida misma, no como bien supremo tal y como la imaginan los sueños mortales, sino como elemental y frágil bien humano. A cambio de su huida y salvación, se reproducirá de nuevo con el anciano Egeo. Es decir, volverá a soñar dentro de la vida. El dios apostólico romano cristiano, y sus imitadores laicos hasta el día de hoy, han condenado sin piedad a las Medeas de cada época, pues fueron contra ese precepto clerical de separar la lucha por la vida de los sueños de la vida. Lo mismo que hicieron con el pensamiento y el lenguaje que lo produce. Vida y sueños, pensamiento y lenguaje, quisieron los tiranos que cada cual, quirúrgicamente separados, vaya por su lado. Así nos impusieron la culpa por las traiciones inevitables a la vida y el perdón por no satisfacer nunca los sueños. Y un día el dios Romano cristiano desapareció para siempre, dejándonos aquella frase por boca calderoniana que nos obliga a creer que “toda la vida es un sueño y los sueños sueños son”, que tanto daño ha hecho y hace a la humanidad occidental, porque el Dios católico apostólico romano nunca acude, desde donde se encuentre, cuando los mortales lo necesitamos, tal y como si acudieron de forma admirable los dioses griegos a liberar a Medea del secuestro y muerte segura a manos de los tiranos de Corintio. Sea por ello, tal vez, que aquí sigo con la conciencia desconcertada. Y es que o la antigua Grecia está muy lejos o el Vaticano muy cerca todavía. Esperemos que Mamet nos proporcione una luz moderna sobre estos asuntos.