miércoles, 16 de enero de 2019

LA BROMA INFINITA

Las nuevas tecnologías están logrando algo impremeditado por su propia sintaxis, a saber, acelerar el proceso de envejecimiento de sus usuarios más fanáticos. Cualquiera que ahora viva sus diecisiete años a un móvil en la mano pegado, como Góngora vivía pegado a su nariz, será calificado en un lapso temporal de entre cinco o diez años de viejuno por quien ahora está aprendiendo a comer las primeras papillas o a aprender las primeras letras. No es una broma de mal gusto, es sencillamente la broma infinita, que ya imaginó David Foster Wallace en su novela del mismo título, y que abraza tanto a los adictos a Internet, y a cualquiera de los muchos adictos que está produciendo la modernidad, como a sus palmeros que los llaman clientes. Dicho de otra manera, la broma infinita que acompaña a la nuevas tecnologías es la consecuencia directa de esa convicción que defiende que vivir desde que uno viene al mundo, cada vez más cerca de la velocidad de la luz, es la mejor manera de vivir. No otra cosa es querer estar permanentemente conectado, prefiriendo el mundo de las pantallas al que sigue existiendo justo al lado de quien las mira. No otra cosa, de igual manera, es aplicar las teorías de la física moderna a la vida cotidiana, aunque la mayoría de los adictos no sepan nada de aquellas ni de sus autores. Como no podía ser de otra manera (visto lo visto, esto sólo lo podemos saber hoy), el éxito del pensamiento de Einstein o Heisenberg, por poner a dos inteligencias deslumbrantes del asunto, solo podía verificarse en el ámbito propio de empirismo tecnológico y en el de la búsqueda del máximo beneficio que acompaña a las leyes del mercado. Sin embargo, lo que no podía ser de otra manera, en justa correspondencia con ese imperativo tecno económico tan excluyente de todo lo demás como persuasivo, han sido siempre sus intenciones. Me refiero a que la revuelta juvenil de Mayo de 68, que afectó a lo social, lo político, lo psicológico y, sobre todo, a la idea que cada cual tenía de su intimidad, pudiera envejecer y menos imaginable aun que envejeciera adecuadamente, es decir, que se transformara a medida que pasaban los años en la herencia o el ejemplo adecuados de la forma de irrumpir en el mundo de las siguientes generaciones. Lo cual significa que la lucha por la liberación individual de la juventud (milenariamente sometida por la autoridad patriarcal) reñida por aquellos jóvenes sesentayochistas durante aquellos años tumultuosos y esperanzados no ha tenido como consecuencia todavía su emancipación moral, que no es otra que aceptar que la libertad adquirida por la revuelta tiene consecuencias y que, como decía ayer Ernesto Arozamena, no son las que nos marcan la comisaría de policía o los tribunales de justicia, sino que llegan, cuando el que las ha producido con sus actos no se las espera, buscando a su autor, como lo hacen aquellos personales de la literatura, para pedirle cuentas en plan que hay de lo mío. En esas estaba Alejandro Pitarch cuando escuchó la propuesta de su profesor Ernesto Arozamena, que consistía en poner la máxima atención respecto a los vínculos que tienen los hechos y sus consecuencia fuera de la inmediatez mecánica que establece la proximidad a la velocidad de la luz en la que él y sus compañeros vivían instalados. Impuestos aquellos hechos y sus consecuencias por las nuevas tecnologías, las cuales no por ser más rápidas dejan de ser incluso más mecánicas si cabe y, por tanto, en similar proporción, más reduccionistas en su trato con los enigmas de la existencia humana, que no dejarán de aparecer mientras aquella velocidad no sea exactamente la misma que la velocidad de la luz, lo cual como es fácil suponer es imposible en el ámbito de nuestras existencias limitadas y mortales. Ernesto Arozamena le preguntó a Pitarch si había comprendido la propuesta de trabajo, tecleando como había estado su móvil mientras la explicaba en el aula. Perfectamente, respondió Pitarch, ya que mantener la atención visual y teclear su móvil es algo que hago constantemente y, además, lo hago bien, tal y como me corroboran mis colegas de chateo y de mesa. Arozamena se dio cuenta de que Pitarch estaba, como la mayoría de sus alumnos, en otra parte. Durante casi todas las horas lectivas del curso, estando en el aula, estaban siempre en otra parte, donde creyendo estar con todo el mundo estaban a solas con cada uno mismo, como si no hubiera mundo, o como si el mundo estuviera lleno de cada uno de ellos por separado. Dicho de otra manera, el aula de Arozamena estaba llena de mundos paralelos interconectados, donde ninguno de sus propietarios se miraba a la cara.