Así me lo enseñó mi madre. Tenía que ser cosa del destino, ya que había perdido todas aquellas esperanzas que pudieran depender de mi mismo, quien me habia proporcionado aquel puesto de trabajo. Es fácil suponer que mi alegría fue enorme. Me presenté al empleo de vigilante jurado en el metro, no tanto para ganar dinero a la desesperada, sino como una elección profesional meditada durante bastante tiempo. Es lo que tiene pasar muchos años en el paro. Cada día tomas la temperatura real del ambiente de la ciudad y diagnosticas con acierto su enfermedad. Mejor que cualquier agencia de prospección sociológica y sus manipuladas estadísticas. El mundo estaba perdiendo su corazón y a lo que venía nada mas se le iba a poder reconocer por sus agallas.
Así tuve claro que mi vocación era inspeccionar y evitar en las grandes aclomeraciones humanas, que se producen en la ciudad, sus eventuales desórdenes. Los pasillos suburbanos y los vagones del tren siempre me habían parecido lugares apropiados para ejercer dignamente esta profesión. Nunca hice caso a las opiniones de familiares y amigos. Cualquier otro trabajo delante de un ordenador o en una aula, tal y como esta hoy la escuela, estaban desposeidos del fragor que supone el firme control de los movimientos ajenos. Ni siquiera podía compararse con alguna poltrona en cualquier dirección provincial o subdelegación estatal, debido a la frialdad que impone la distancia que opera en las relaciones con los subordinados.
El día que fuí a realizar el primer servicio consideré insuficiente el equipo que me proporcionaron. La falta de una pistola me dejaba, en parte, desvestido ante la mirada de los miles de usuarios con quienes me toparía durante una jornada laboral corriente. Lo cual me parecía, además de un estado de indefensión hacia mi persona, una deficiencia instrumental, y de imagen, incompresible en un cuerpo de nueva creación como era éste. Viendo que no obtuve ninguna respuesta alentadora después de efectuar la reglamación pertinente, decidí suplir tal carencia con la probada y pertinaz acechanza de mi mirada y, en caso de necesidad, con la infalible contundencia de mis brazos y mis puños.
El compañero que me asignaron, según me dijo, recalaba en aquel trabajo después de no pocos fracasos en otros muchos. Por lo tanto, sino ineficacia sí comprobé, desde el primer día, falta de voluntad en el cumplimineto estricto de sus funciones. Además era muy suelto en el uso de la palabra, lo cual empeoró aun mas las cosas. Tener un charlatan al lado en este oficio, lo único que hace es distraer la necesaria atención que hay que tener sobre cada movimiento sospechoso que se produzca entre la muchedumbre.
Fuera porque empecé a trabajar en verano y los usuarios del metro descienden apreciablemente, fuera porque los rigores del calor aplazan las disputas y encontronazos a la llegada del otoño e invierno, lo cierto fue que comencé a sentir las dentalladas de la decepción antes de lo que había previsto. La llegada del frío y de la actividad frenética de la ciudad, tampoco supusieron alteraciones que merecieran mi deseado bautismo profesional. Tenía claro que vigilar no era un ejercicio prudente de prevención, sino una acto decidido y explícito de coacción. Por lo tanto, los anodinos paseos que daba de una estación a otra, por un pasillo y por otro, sin que ocurriera nunca nada, no me merecían la pena.
Al cabo, no acabé de entender que había que vigilar en las conductas de gente tan gregaria. Tan sumisa a los horarios y a todo lo que de eso depende. Incapaz de perturbar el orden con un guiño o una mueca. Comprendí, entonces, el carácter ornamental de mi presencia allí al lado del charlatán de mi compañero. Me sentí un maniquí uniformado. De repente, sin embargo, no puede evitar imaginarme a quien me vigilaba cada jornada, siguiendo mis pasos desde un lugar desconocido. Un sudor frío me recorrió toda la espalda y sentí un calambre en el lado de la cadera, donde debería tener enfundada la pistola.