En doce ocasiones la figura de aquella mujer se me aparecía durante el trayecto cotidiano que hacía en el metro. Ocho estaciones en total, sin transbordo. En tablones de anuncios diferentes. Doce maneras diferentes de cubrir un mismo y escultural cuerpo. Doce mujeres distintas, por tanto. Y una misma casa comercial. La secuencia, a modo de una proyección cinematográfica, me ayudaba a despejar mis entumecidas facciones mientras me acercaba a la sucursal bancaria, donde trabajaba como responsable de caja.
Lo que en un principio fue un divertimento, o una manera de iniciar el día pintando una sonrisa en mi pétreo semblante, se fue convirtiendo en una obsesión que duraba el resto de la jornada. Tener que elegir entre el posado en bañador rayado de prolongado escote o el de minifalda de cuero negro y blusa trasparente, era una tarea que competía con la de contar billetes o atender a los clientes. Los otros posados: deportivo, noctámbulo, lencería, etc... iban acercando mi ensoñación hacia su propia frontera opaca. Lo cual consiguió, ante la imposibilidad de decidirme, que me fuera hundiendo abrazado a una profunda depresión. Para colmo, en la estación que me apeaba no aparecía ella anunciándose, lo cual hacía aumentar mi desazón antes de entrar en la oficina. Era como si me faltara el último adiós de despedida, ante las duras horas que me esperaban por delante.
No pasó demasiado tiempo antes de que fuera amonestado en el trabajo por mi falta de concentración, inadmisible dada la responsabilidad del puesto que ocupaba. Igualmente mi mujer me amenazó con inusitada dureza, ya que sospechaba que le estaba siendo infiel dada la nula atención que le prestaba a ella y a los críos. Pero, ¿cómo podía contar lo que me estaba pasando?. A trancas y barrancas, llegué a la conclusión de que tenía que hacer algo.
De las doce mujeres dejé de lado a aquellas que me inspiraban, como decirlo, fatiga sensual. También a aquellas que me daban miedo e inseguridad. Al final elegí a la que tenía una presencia más aséptica e impersonal. La que posaba con atuendo deportivo. Para empezar era lo mas recomendable. Más adelante, poco a poco, lo intentaría con las otras.
Aquella mañana madrugué un poco más para no levantar mal estar ni incomodar el ánimo de mis superiores, y aprovechando que mi mujer se había ido con los niños a casa de su madre a reflexionar sobre lo nuestro. Me bajé en la estación donde Ella me invitaba a jugar un partido de tenis y a montar en bicicleta. Me acerqué despacio y rasgué la parte del anuncio donde aparecía el nombre de la casa comercial, ya que no quería moscones mirando. La miré sin prisas, sabedor de que esta vez no tenía que volver al vagón del metro. Le tendí la mano y, tembloroso, le manifesté como pude la fuerza de los sentimientos que su figura me había despertado. Ella abandonó su sonrisa ortopédica y organizó la geografía de su cara con un rictus de sorpresa y agradecimiento al mismo tiempo. Hizo un esfuerzo por salir al encuentro de mi mano y me dio un beso con delicadeza en los labios. Luego me invitó a subir a la bicicleta. Afortunadamente había aprendido a montar cuando era todavía un niño. Fue algo hermoso de ver y de sentir, como salido de una leyenda.