miércoles, 14 de septiembre de 2011

MELVILLE

Nació en Nueva York a principios del XIX, cuando la ciudad del Hudson tenía un trajín que se asemejaba al del mundo medieval. Murió a finales del mismo siglo en la misma ciudad, cuando la linea del cielo y el trasiego callejero eran ya como lo que vemos y soportamos hoy en cualquiera de las ciudades actuales donde vivimos.

Semejante transformación no le pasó desapercibida a Herman Melville y lo que vio no le pareció que hubiera que festejarlo con tanto confeti y guirnaldas. Tampoco se indignó ante las tropelías e injusticias que dejaron a su paso la aceleración de los acontecimientos que le toco vivir. Y eso que, a diferencia de ahora, los antagonismos entre rivales eran reales y las subversiones auténticamente desestabilizadoras, no meras insubordinaciones expresivas en un mundo homogéneo debido a la superabundancia.

Miró lo que estaba pasando a su alrededor durante una docena de años y escribió dos o tres libros memorables. Al comprobar que nadie le hizo caso, absorbidos como todos estaban por la fe inquebrantable en el progreso, colgó la pluma y se colocó como funcionario de aduanas en los muelles de Manhattan. Cuando pocos años antes de morir publicó su última obra importante, la gente pensaba que Melville se había muerto hacía ya tiempo.

Lo intuyó desde el principio, y lo dejó claro por escrito en sus textos, antes de hacerse invisible. Solo quien odia parece estar vivo. Tal aseveración formaba parte todavía un futuro lejano, pero los mimbres con que se estaba construyendo el mundo que le tocó vivir le impedía imaginarlo de otra manera. Sencillamente se estaba rompiendo la unidad primordial que había mantenido unido y en pie al ser humano durante milenios. Los fragmentos de aquella catástrofe ya no los volvería a unir ni la vuelta a la naturaleza ni a dios. Solo el odio y el horror tienen suficiente poderío para hacer que un hombre partido y dolorido, se levante cada mañana a la busca de su sentido. Indignarse no es suficiente. El capitán Ahab es quien anticipa mejor que nadie tal hecatombe. El objeto de su odio supremo no es el sistema, es algo mas concreto, vivo y coleando: la gran ballena blanca que le arrancó de cuajo una de sus piernas. El odio, al contrario que el amor, no se alimenta de abstracciones. Necesita algo latiendo donde hincar el arpón.

Tuvieron que pasar unos cuantos años, cuando el siglo XX empezó a mostrar sus credenciales de ignominia y aniquilación, para que se volviera a hablar de Moby Dick. Desde entonces se han hecho multitud de lecturas, y al capitán Ahab le han cambiado el rostro a conveniencia y demanda de los intereses de cada época. El último ha sido el de Bin Laden. Pero el saudí fue arponeado esta primavera por el gran capitán Ahab norteamericano. La plaza, por tanto, está vacante. Y hay mucho odio y mucho paro en el ambiente.

Sin embargo, yo creo que Moby Dick, como el Quijote o Hamlet, son de esas obras literarias que todo el mundo ha hablado de ellas en algún momento de su vida, por lo que se tiende a pensar que también la han leído. Este equívoco, como el del verdadero rostro del capitán Ahab, hace que no diese crédito a lo que estaba leyendo cuando de verdad me puse a ello. Cegado también por esa fe inquebrantable en el progreso humano y sus preceptos morales de obligado cumplimiento, a que aludía Melville, me he dado cuenta, al fin, de que solo empecé a leer Moby Dick cuando acepté que no sabía nada.